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En el recodo (I)
Andrés Aldao

Quiero escribirte sobre el tema de tu enfermedad: me resulta más accesible hacerlo de este modo. ¿Te preocupa? En aquellos años de combates siempre pensaba que vos eras inmortal. Te veía extraer los Particulares livianos[1], prender el cigarrillo sin demasiado ansiedad, y eso agregaba puntos a tu personalidad. Era como sentirme protegida, mimada por la suerte: sólo me bastaba tenerte cerca. O saber que ese día podría estar a tu lado, acariciar tus cabellos encanecidos, siempre largos, aspirar la colonia con reminiscencias de hebras de tabaco que destacaban el aroma fuerte y varonil de tu cuerpo.


Pasó tanto tiempo. Y siempre recuerdo tu fortaleza, el humor ácido con que apabullabas a los otros. Tal vez por vivir a la sombra de tu fuerza y poder yo me sentía más débil y algo sumisa. A veces pienso que era un disfraz, una manera tonta de gratificarme a tu lado. Y de todas maneras no nos perdimos, seguimos juntos cinchando en otro país, exiliados a nuestro pesar.

Fueron los años duros. Ahora los percibo fugaces, distantes e irrecuperables. Es como ocurre siempre. Vivís sumergido en el ritmo que te imponen los otros, parece que aprendés de todas las macanas y lecciones que te da eso que llaman vida… Y sin embargo te pasan de largo, no les prestás demasiada atención. Quedan sumergidas en algún recoveco de la memoria, aunque yo fui incapaz de resumirlas, de no volver a pecar. Hoy ya sé que es ridículo pensar que toda esta sabiduría que acumulamos la hubiéramos podido aprovechar entonces. La experiencia no se aparea con el momento en que la hacés. Hay una maldita asincronía que siempre excluye lo que te enseña la vida. Como una ley que determina que lo que aprendés, y tu existencia, son dos líneas paralelas que podrían encontrarse – quién sabe, tal vez –en el infinito. Y claro, para uno es tarde. El infinito es la edad en que todo lo que acumulaste te puede servir para darles consejos a los demás. Y a los otros, caro amigo, tu sabiduría les importa un rábano. No creas que pretendo hacer un ajuste de cuentas con el pasado. Pasó bastante tiempo y al enterarnos de tu enfermedad diversos recuerdos retornaron a mí. Ya te lo dije: pensaba entonces que vos eras inmortal y ahora, al saber de tu enfermedad, pareciera que llegó el momento de cuestionar el axioma. Y cuestionarme un mito que quedó adherido a los recuerdos, la nostalgia, la memoria. Naturalmente, esa idea es un punto entre otros. Siempre vinculamos los recuerdos a personas, momentos, anécdotas. Además, una madura y cambia de perfil. Y te cuento cosas de las que no hablamos...


Me acuerdo, por ejemplo, del día en que murió tu padre. No te ví derramar una sola lágrima. Eran tus tiempos de poseso; siempre ido. Incluso llegué a creer que eras un personaje insensible, una especie de máquina sin corazón que vivía ajeno a las angustias del prójimo si es que no tenían relación con los temas que te alienaban. Hasta ese punto. Fue entonces cuando se me ocurrió que eras una especie de superhombre. Aquéllos eran los tiempos en que te percibía, y me pareciste, inmortal. Sin embargo intuía que además del carisma tenías – tenés – la calidez de conmoverte por el dolor de la gente: y eras capaz de enternecerte pese a todo. Me sentí dichosa: eras, pues, de carne y hueso. Me acuerdo de una noche en el Pipo de la calle Montevideo.
[2] Estábamos hablando con aquel compañero de tu sindicato, Emilio Jáuregui (me enteré después que lo habían matado[3]). Estabas muy pálido; gotas que parecían lágrimas heladas resbalaban por tu frente. Te levantaste encaminándote hacia los baños. Luego de un rato regresaste. El flaco aquél ya no estaba. Y me confesaste que habías perdido el conocimiento. Que al abrir los ojos te encontraste tirado en el piso del mingitorio…

No cambié de opinión. Incluso se me ocurrió que otro tipo se habría muerto y en cambio vos, aunque algo pálido, regresaste, volviste a mí. Eso fue lo que deduje. Y para festejarlo, pediste otro medio de la casa. ¿Querías impresionarme? Lo lograste. Suena ridículo, ¿no? Lo ocurrido esa noche me confirmó de que eras un tipo inmortal.

Los dos sabemos, pues, que estás con un problema. Fijate qué cosa, ¿no? Me han vuelto esos recuerdos y recién ahora cobro conciencia, incorporo una cosa tan absurda y simple.

Te escribo estas líneas luego de algunas dudas. No es un cumplido: pero tu imagen tiene tanta fuerza que a pesar del tiempo transcurrido no puedo evadirme; aún conservo la impresión de que estás metido dentro mío. De algún modo percibo una sensación de lejanía, de tiempo pretérito, y al mismo tiempo quise escribirte, confidenciarme con vos, confesarte algo tan íntimo y arcaico.


En fin, no eras, no sos inmortal. De cualquier modo, querido y viejo amigo, cuidate, porque la aventura de vivir es maravillosa… Aunque nosotros, y todos los que nos rodean, comprobaremos nuestra lacónica finitud al dar la vuelta en el recodo. 
Tuya, Ana (2002)

Referencias:

[1] Cigarrillos de tabaco negro muy populares en la Argentina.
[2] Restorán de las décadas del sesenta y setenta sito en la calle Montevideo de Buenos Aires. Luego se abrieron nuevos locales en la zona céntrica.
[3] Se trata del periodista y hombre de izquierda Emilio Jáuregui, fusilado por un comando policial en las calles del barrio de Once.

© Andrés Aldao
Autorizado por el autor el 3 de agosto de 2010 
Gentileza de Artesanías Literarias

www.artesanias.argentina.co.il 

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