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De principiantes y divinizados
Andrés Aldao

I. Los principiantes


Sin proponérmelo, sin entender por qué, sin explicarme la causa, como un impulso del más allá, una mañana de octubre de 1996 tomé un cuaderno y apretando la lapicera con furor y llanto me largué a escribir sobre la fuga... Mi fuga. Reviviendo cada instante, cada segundo de esa huida que no me salvó de la cárcel aunque, sin dudas, evitó mi muerte a manos de la patota encallada detrás de sus metralletas, listos para acribillarme. Luego, las palabras y evocaciones que iba escribiendo, febril y acosado por imágenes tan lejanas, tan claras, fueron publicadas con el título La Huída.[1]

No pudieron hacerme la boleta (venían con todo, y muchas ganas). Cambié la muerte por la prisión, y el exilio. Durante el año que permanecimos entre rejas mi querida amiga y compañera, intercambiamos una profusa correspondencia – prácticamente diaria –, sólo interrumpida por las razzias, los castigos y algunas – entre otras – misivas censuradas.

Veintiún años después recobré la imaginación y la pluma, pero encaminadas hacia otros objetivos. Me había quedado la experiencia de periodista y la tentación de escribir, pero en planos diferentes, con distintos motivos y propósitos. Lo que sigue es una interpretación muy personal de cómo fue el proceso. De qué manera obtuve las llaves del reino... literario.

Estuve varado muchos años Como indiferente, distante, medio vacío por dentro y con cara de pikle avinagrado. “Todo tiempo pasado fue mejor” era la insignia de esa vida cero al cuadrado. Hasta que una mañana en solfa salí del pozo ciego. Todavía no sé por qué. Pero la cuestión es que me sentí acuciado, como dispuesto a aceptar un reto sin saber bien de qué se trataba. Y comencé a recorrer el nuevo camino.


Primero fue un cuentito pata e`palo. Como una lágrima quejumbrosa, y el rencor disimulado e impotente. Y a la amiga que me apaña le pareció un cuento escrito por un discípulo de Borges. Esto último –lo confieso– me sacó de las casillas… ¿por qué discípulo de Borges? ¿que tengo que ver yo con ese solipsista, con ese berckeliano de la pluma?

–Pero yo no escribo un corno, Analobezna (referencia esotérica a mi amiga Susana): es una puta casualidad y no se va a repetir –le confesé desesperado. Pero nada; la mina de ojos verdes que conocí en Caballito, insistía.

–Vos no creés en tu talento, pero este cuento es increíblemente bueno – me decía terca y opacavidente con los ojos revoleados por un extraño embeleso, o tal vez el pasmo del vudú.

La miré asombrado y no quise escuchar su voz. Preferí seguir en la rutina, estar en blanco (o dicho con cierta elegancia: en nada) y lamentarme por los años que se me escurrieron. Pero sin quererlo, me dí cuenta que algo, como un refucilo, un relámpago muy fugaz había hecho blanco en algún lugar indescifrable de mi anatomía. Más especificamente, en la materia gris (hasta ese entonces negra y tabicada). Me puse a pensar en cosas que sucedieron hace muchos años. Y me quedé vacío. Porque no encontré nada que pudiera motivarme. Luego, me olvidé de la historia.

Pasaron algunos días; o quizás semanas. Una mañana cualquiera, mientras tomaba mate y vagaba por extrañas galaxias, me acordé de su alteza El Profe. Fue como poner primera y a escape abierto pegar una vuelta manzana a ciento cincuenta por hora. Y la película de mi vida comenzó a proyectarse en la pantalla del marote. Lo que viví, lo que vieron mis ojos y escucharon las orejas a lo largo de los años. Fue como un deshielo: primero se resquebrajó la coraza invernal que había congelado mi memoria y los sentimientos. Luego comenzaron a fluir recuerdos, como el módico chorro de un manantial cariñoso. O como un riacho de agua transparente que corre piano piano, que no empapa pero refresca, como un elixir que te da vida, brisas, sonrisas, bienestar.

Por todo eso, escribo. En papel carta, sobre el sobre del recibo de la cuenta de luz, o en el resumen de la cuenta que le dan a los afortunados compradores en el supermercado. Lo cierto es que la historia se abrió de piernas y le entré a bombear relatos; buenos, muy buenos, y basura. O tal vez todos eran más malos que una obra de caridad patrocinada por el club de borrachos de San Vicente de Paúl. Me lancé con todo. Escribía de día, borroneaba de noche, corregía a cualquier hora, tiraba papeles al voleo. A la tarde amañaba un cuento y a la noche lo incineraba, primero con una mirada de fuego y luego, pintándolo colérico le pegaba un mazazo a delete y el cuento se hacía humo (sic).

¿Cómo es que decía el tango?: Aprendí todo lo bueno // aprendí todo lo malo. Borraba más de lo que escribía, y escribía menos de lo que incineraba. La computadora no cesaba, el teclado no daba abasto, los files iban y venían, la memoria se había saturado. Parecía un embotellamiento de chinitos con sus bicicletas en el centro de Beigin’g.

Después, recompensas y palos. Analobezna se acercaba silenciosa, miraba por encima del hombro, me daba una palmadita (buena señal), o hacía un mutis sospechoso con cara de póker (mala señal, que digo: ¡malísima!). Escribía, rompía, escribía, e incluso ya no rompía tanto.

– Es como sacarte la bronca, ¿te das cuenta, Analobezna? La tenés enroscada en el intestino, o navegando en la vesícula. Te acompaña día y noche. No podés quitártela de encima; como una espina invisible debajo de la epidermis. Hasta que cazás la lapicera, o te sentás frente a la pantalla blancuzca y empezás a darle a las teclas. Primero suavecito, como un cuzzifai tímido. Y después no se te ven los dedos. Suben y bajan; como un balancín que perdió la chaveta. Propiamente. Y la cabeza trabaja, te supuran las palabras, los pensamientos, las broncas y los recuerdos amoratados. Y en eso le ponés el punto final. Y como cuando éramos pibes: colorín colorado, este cuento se ha acabado. ¿Qué me decís, Analobezna?

Tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe. Pero en este caso lo que se rompió no fue el cántaro sino la yeta de vivir en babia. Las historias y las historietas comenzaron a brotar, a cobrar forma, a tener color y calor. Arena, cemento y cal de la vida hicieron la mezcla, a veces dura, otras chirle, y por último con la consistencia ideal para pergeñar el cuento. Luego otro, y otros, y más relatos de muertes y vidas, amores y odios. Y en una curva de esa ruta de mis desvaríos me esperó, grata y reconfortante, la colección primera de mis cuentitos colorín colorado. Los tuve que garpar con mis ahorros que eran la base de la fortuna, como bien decían nuestros viejos en aquellos tiempos de la matiné por diez centavos en el Oeste o el Pellegrini.
[2]

Lleno de entusiasmo de novato (después de horas de insomnio, evocaciones de la infancia, episodios colgados de la memoria con los prendedores de la nostalgia, amigos que volaron al cielo, o a la misma mierda, o que les volaron los sesos para la higiene de este planeta superpoblado), uno les manda estas elucubraciones a los famosos, esos cerebros consagrados que viven arropados en la tibieza de los titulares de la página dedicada a los que escriben (y para quienes la fama no es puro cuento), duchos en las presentaciones superstar de sus libros, agraciados por las caricias sensuales y concupiscentes de los chupamedias de gacetillas culturales de los medios, haciendo caritas para los flashes de los fotógrafos. ¿Y saben qué? Te ignoran, se ríen a carcajadas en tu propia jeta. Se ríen de tu trabajo y esfuerzo. De los sueños que cobijás en el corazón y volcás al papel, aunque sea el envoltorio de los cien gramos de mortadela comprados en el modesto almacén de barrio, perdido en un recodo inhóspito de la urbe y habitado por quienes abultan la estadística de los marginados.

Lo que vos escribís en horas robadas al descansolo estrujan con perverso placer convirtiéndolo en un bollo y, ya arrugado, lo embocan en el cesto de desperdicios. Autores de páginas inútiles, de pensamientos bastardos, estrellas arrogantes de la parafernalia, calamitosos e impávidos consagrados de las letras y las artes ¡Que se solacen con su fama pura burbuja!

II. Los divinizados

No los leo. Me repiten (como eructos después de una comilona indigesta) los libracos de esos tipos, consagrados sabelotodos defendidos por la línea Maginot, enemiga de la cultura marginal, del trabajo literario de los excluidos, de quienes como yo bocetan la miseria, la vergüenza, el sufrimiento de la gente, la propia y la ajena, y pretenden darlos a conocer al extendido mundo de los sumergidos (o para escarnio, al estrecho universo de la opulencia y la abundancia) en forma de relatos, poemas, pequeñas misceláneas de un mundo que se sumerge en el fango de unos centenares de ricachones, unas docenas de bombas atómicas, gases letales, napalm y multiempresas dueñas de todo, incluso del aire contaminado que nos permiten respirar, de las aguas bacteriosas que nos dejan beber y de las camas hospitalarias en las que podemos morirnos en la santa paz del señor, sin barullo ni alharacas. Y pocos gastos.

Los divinizados, infernales y empalagosos roedores, cementan todas las rajaduras, los resquicios más infinitesimales de la notoriedad, de sus guaridas intelectuales. No vaya a ser que por descuido algún prole del lápiz se filtre y les haga sombra. Pero esos escarmientos lujuriosos de la creación cometen – a veces – el pecado vil de violar la confesión. Se ríen, sí, se atragantan de risa. Ingeniosos agotados de ideas, resecos y yermos, te contemplan desde arriba con desprecio, aunque una golosa curiosidad, una envidia visceral y viscosa es provocada por esos mequetrefes desconocidos que se atreven a escribir. Esto les incordia la soberbia, les genera cólera y despecho, les despabila la ruindad megalomaniática...

Y entonces, en sus sarcófagos habitacionales bien dotados y cómodos, los consagrados se sirven un whisky, prenden un Kent importado, echan una mirada temblequeante hacia los cuatro puntos cardinales, abren el sobre que el aspirante les envía con su modesta y esforzada producción literaria, le echan una mirada y, en cuanto aprecian el ingenio, la calidad y el talento del cándido principiante cierran precipitadamente la puerta del estudio, el rincón desde el cual cañonean a sus impares. Con talento de rata high society comienzan la tarea alquimista del plagio y exhiben luego sus prodigios literarios tomados de aquí, hurtados de allá, copiados de aquel otro lado: plagios, plagios a granel, plagios de estilo, de ideas, de temas. Con cinismo, invitan a los noveles a una charla de estímulo y, mientras el incauto con imaginación es recibido en los despachos de los consagrados, sus ideas son grabadas clandestinamente por esos diamantes ilegítimos de la literatura globalizada. Después le dan una lavada en agua tibia con detergente, lo meten en una coctelera, agitan un rato y, como tipos de oficio, sacan el producto lavado, planchado e irreconocible, robándote la idea, apropiándose de tu imaginación, y todavían tienen la insolencia de ir a registrarlo a la propiedad intelectual.

La historia es conocida y no merecería un párrafo, pero uno es broncadicto desde la cuna, un rebelde descosido que rechaza la misericordia de los benefactores y se asume como un fiscal implacable de la mugre moral que da la tónica a este siglo veinte cambalache, problemático y febril. Y entonces, con una mano en el bolsillo y sosteniendo en la otra una lapicera Luger nueve milímetros les debemos disparar a quemarropa, ponerlos en el pedestal del plagio, hacer un identikit de esos tipos y distribuirlos por toda la gleba, publicar sus caras mofletudas y arrogantes con un epígrafe lacónico y terminante: ¿Este rostro le resulta familiar? ¡Cuidado! Se trata de un plagiario, chorro de ideas y textos, culpable de escuchas clandestinas, un profanador de cerebros ajenos: escráchelo, hágale el boicot y gánase como generosa recompensa: una hamaca paragüaya donada por Augusto Roa Bastos.

Muchos aspirantes a reclutas de la prosa y el versito, ignorantes de lo que sucede en el parnaso literario, se han alegrado con la caída del Muro de Berlín... Pero no han visto, no ven, el muro invisible, el muro construído por los fariseos de la pluma oficial (ahora que los muros se han puesto de moda), la caterva consagrada que se abraza en fotos para la historia o se desangra en insípidas polémicas sobre el punto y coma, el pretérito pluscuamperfecto y el adjetivo antes o después del sustantivo.

¿Y nosotros? ¿Los sufridos y anónimos proletarios del lápiz? ¿Los desamparados de la sociedad acartonada? ¿La antiélite marginada de los cocktails literarios, versados y estirados? ¡A la mierda con ellos! cuchichean temblorosos los consagrados en sus encuentros masónicos: ¡Quién los conoce a esos zaparrastrosos de la cultura!, comentan en los círculos elitistas y mohosos, con una mugrienta sensación de pánico espiritual.
Estos papagayos de lustrosas plumas multitonales, son la barrera de las letras, la muralla china, el examen de ingreso, la junta examinadora que mandonea en los concursos de narrativa, poemas y ensayos. Son el tamiz generacional, los que se reservan el derecho de admisión, o fijan la cuota de notables. No escriben mal después de todo. Aunque se repiten y aburren. Quieren todo para ellos, vale decir – refrán por medio –, la chancha y los veinte.

Pero los sofisticados loritos se transforman en tucanes, luego en papagallos y finalmente en pavos reales. Y ellas, las arcaicas cacatúas de las letras, se deslizan por este valle de lágrimas con sus rídiculas botitas de ballet, como cisnes perfumados en un lago de excrementos. Aunque en definitiva son gansas rústicas y paniaguadas, pitando cigarritos y rascándose las turbias ojeras que bordean sus pintarrajeados ojitos de lechuza. Ellas y ellos forman parte del coto cerrado; son la aristocracia elitista del imperio literario, las duquesas ninfómanas y megalónomas, y los vizcondes y duques intocables, a cual más pagado de sí mismo, divos escabrosos y egoístas que ven en cada obrero de la pluma un peligroso fundamentalista al que hay que liquidar con matapolilla o una descarguita de napalm.

Analobezna me escucha aterrorizada. Piensa que mis tuercas psíquicas se han revirado y mi salud mental, por lo tanto, se ha transformado en su antípoda.

–¿No te parece que sos injusto? Creo que estás exagerando – me dice bastante preocupada.

–O soy injusto, lo que no acepto, o exagero. En este caso, te recuerdo que una exageración es una verdad ¡exagerada! pero sigue siendo una verdad –le sugiero con algo de tierna perfidia en la voz.

Pero a ella tengo que soplarle las causas auténticas de mi resquemor... Los consagrados de esta era viven en un olimpo rodeado por seis mil millones de hormigas. Hacen gala de una gesticulación condescendiente, sabelotodos que opinan sobre la guerra y la paz, el socialismo real y la revolución cubana, sobre Bush y el “Loco” Chávez (a éste, como a Perón, la “inteligentzia” no lo traga): para todo tienen la frase ingeniosa o el conejo medio ciego que sacan de sus galeras malolientes.

Algunos reivindican al estalinismo sin mencionarlo y otros lo censuran a la chita callando. Pontifican sobre Sadan Hussein y le dan una suave tiradita de orejas a Netanihau o a Sharon. Hay consensos anti–Milosevic, y también silencios Sierra Leona o Chechenia que matan.
Tienen recetas para todos los problemas, explicaciónes para lo ocurrido (y lo que no) en el siglo XX, y profecías para el siglo XXI. Algunos de ellos no se averguenzan de estar emporcados en grandes negocios de la industria literaria, como es habitual en el mundo de la moda donde las estrellitas fugaces que hoy deslumbran, desaparecen mañana en una adocenada galería del snife letal. O los concursos literarios, donde en lugar de premiar talentos y temas que hacen a este universo podrido y decadente, promueven ahijados y protegidos, libros para cerebros de moscas, libritos que den mucha biyuya, y el resto que se vaya a cagar a la letrina de los ignorados, que es como poner flores marchitas en el panteón del escritor desconocido. Han aprendido a congraciarse con los medios. Y los medios con ellos. Una especie de democracia ateniense y elitista. Pero no nos equivoquemos: los consagrados viven en la orgía cultural que centenares de cadáveres y desaparecidos alfombraron para ellos. Disfrutan. Disfrutan y le cierran el paso a los otros, a los gilunes que creen en la justicia, la igualdad de oportunidades mientras – permítaseme la preguntita – ¿qué aprendió de la historia toda la archicofradía de celebérrimos?


¡Arriba los escribidores sin fama, de pie los esclavos sin editorial / y gritemos todos unidos / viva la creación marginal! ¡Qué viva la anarquía, carajo! Y no se enojen, che · 

Referencias:

[1] “La Huida” fue publicado en el cuentario «Cuentos desde Lejos» (enero,1999)
[2] Cines de los barrios de Caballito y Paternal hoy inexistentes.

© Andrés Aldao
Autorizado por el autor el 3 de agosto de 2010 
Gentileza de Artesanías Literarias

www.artesanias.argentina.co.il 

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