Memorias de un viajero a Bagua y Utcubamba (Amazonas - Perú)
Alexander Alban Alentar

Resumen del texto

La presente memoria histórica que hoy tengo la satisfacción  de  presentar, constituye nuestro primer esfuerzo por analizar, bajo la luz de  un  método globalizador, el aspecto histórico y tradicional de las provincias de Bagua  y  Utcubamba  en el  departamento  de Amazonas (región nororiental del marañón) toda  vez  que la historia de un pueblo se  convierte  en  elemento  integrador  y parte indispensable de la tan ansiada  identidad  regional  que  hoy  bregan por alcanzar nuestros hermanos del valle del Utcubamba.  

Evoco el pasado y mis recuerdos me transportan a los primeros días del mes de agosto de 1,979; estoy en las instalaciones de la empresa de transportes “David Olano”, ubicada a espaldas del antiguo edificio del Ministerio de Educación, en espera de la salida del ómnibus que me llevará a Bagua Grande, lugar tan lejano como desconocido para un emocionado jovencito de 13 años como yo.

Es de noche y hace un friecito propio del invierno limeño; enfundado en mi gruesa chompa de lana veo el trajinar de los empleados que llevan maletas y paquetes de un lugar a otro y veo también a rezagados viajeros que pugnan por registrarse y por abordar, de una vez por todas, el vehículo que nos llevará hasta nuestro destino en común.

Cuando el reloj de mi muñeca marca las siete de la noche escucho una voz fuerte y potente que nos invita a subir al moderno ómnibus Scania que nos conducirá a Chiclayo, primera escala en un viaje de casi 48 horas hasta la ceja de selva del nor oriente peruano allá en el departamento de Amazonas, minutos después, y en rauda marcha, el vehículo enfila hacia la Panamericana Norte; una breve parada en Fiori, para recoger pasajeros de “intermedio” y otra parada en la garita de control de Ancón nos indican que ya estamos dejando Lima. 

Me sentía  muy emocionado pues era la primera vez que abandonaba mi hogar para viajar hasta un lugar tan lejano y desconocido. “La selva – me había escrito mi padre - es un  lugar hermoso, caluroso, lleno de vegetación y de misterios...” Siempre en la imaginación infantil, la selva se nos presenta como algo tan fabuloso, lleno de animales feroces (leones, víboras), gente viviendo en aldeas o sobre los árboles y totalmente desconectada de lo que llamamos civilización. De ahí que mi emoción y ansiedad por conocer la selva de Amazonas no tenían límites aquella noche.

Durante toda la noche me la pase mirando absorto las luces de las calles de los pueblitos y ciudades que íbamos pasando.  Estaba embelesado; ante mis infantiles ojos se presentaba un territorio que ni en sueños había imaginado conocer.  Cuando ingresábamos, en nuestro recorrido, a una nueva ciudad las potentes luces de las calles me permitían observar sus casas, sus comercios y a sus nocturnos habitantes.

En mi ruta hacia el nor oriente, aquella noche de vela, fui  pasando ciudades como Huacho, Huarmey, Pativilca, Casma, Chimbote y Virú.  Por la  mañana, luego de aquel voluntario desvelo, el sueño se fue apoderando de mí, pero ello no fue motivo para que, un tanto adormilado, pudiera admirar la ciudad de Trujillo con sus señoriales casonas y su monumental coliseo, el Gran Chimú.  Luego, cuando el sueño ya me vencía pude ver vagamente los pueblos de Paiján, San Pedro de Lloc y Pacasmayo.

A media mañana cuando el sol golpeaba con fuerza mi rostro, mi gentil compañero de viaje me despertó para comunicarme que ya estábamos llegando a Chiclayo, “Capital de la Amistad”. Luego de pasar Monsefú, el aeropuerto de la FAP y la zona conocida como “La Concordia” ingresamos al centro de la ciudad con rumbo hacia una callejuela llamada Lora y Cordero, ahí la “Olano”, en un vetusto local, tenía su agencia principal.  Esa mañana entre vendedores de kinkones y el cálido calor norteño terminaba la primera etapa de mi viaje hacia el nor- oriente.  

Como el trasbordo de pasajeros y equipajes, para la segunda etapa del viaje, se realizaría recién a las cinco de la tarde decidí salir -con un poco de temor- a estirar las piernas para recomponer mí agarrotado cuerpo. ¡Qué ciudad diferente a la de Lima! Aquí, pese al bullicio, se respiraba tranquilidad, aire fresco y una sensación de encontrarse en otro país, con otros usos y costumbres, con otra forma de hablar ¿di?

Esa era la ciudad de Chiclayo que, a fines de los años setenta, llegué a conocer y a la que me di por  recorrer durante toda la mañana y tarde de aquel día de agosto de 1979.  Cuando las horas fueron pasando recordé, precavido, que el ómnibus salía a las cinco de la tarde en nuestra ruta final hacia Bagua Grande, así que opte por retornar y por “embarcarme” con premura pero ¡oh desilusión! al no haberme registrado con anterioridad – eso se hacía a primeras horas de la mañana – había perdido el cupo para viajar ese día.

Sin quererlo  tuve que permanecer 24 horas más en Chiclayo. ¡Que contrariedad! “Ojalá que mamá y papá no estén preocupados por mi demora”- me dije.  Pero, ¿saben? gracias a esta demora involuntaria pude conocer un poco de la vida nocturna de Chiclayo, de su concurrida plaza de armas y de sus animadas calles llenas de comercio y de señoriales casonas de la época republicana. Y gracias, también, a la gentileza del administrador de la empresa pude quedarme a dormir en los asientos de uno de los ómnibus malogrados que había en el taller, ahorrando el pago de un hotel.

Esa noche dormí pensando en mi madre, allá en Lima, y en mi padre que de seguro me esperaba preocupado en Bagua Grande. Dormí pensando, también, en el río, en la selva, en los árboles, en los animales salvajes; en aquel lugar llamado Bagua Grande que el destino me permitía conocer y que años más tarde se convertiría en una especie de tierra adoptiva para mí.

Al día siguiente, con el sol de la mañana irrumpiendo en el límpido cielo chiclayano, decidí registrarme con anticipación en la oficina de la Olano para evitar otro contratiempo.  Una vez realizado los trámites correspondientes salí nuevamente a pasear por las calles norteñas; una acequia que recorría cierto sector de la ciudad llamó mi atención;  en sus aguas se desplazaba majestuosa una familia de “lifes”, peces de agua dulce que son la delicia de los comensales norteños. Daba gusto verlos mover sus lustrosos cuerpos y extender sus largos bigotes en búsqueda quizá de su microscópica alimentación. Estuve ahí por espacio de varios minutos hasta que caí en la cuenta que aún no había desayunado así que fui en pos de mis alimentos

El desayuno que me proporcione esa mañana consistió en un vaso con  champúz y dos deliciosos panes con quesillo que me dejaron totalmente reconfortado. Con el estomago lleno decidí recorrer el mercado Modelo y admirar, por ejemplo, productos marinos que nunca antes había visto: tortugas marinas,  rayas, peces totalmente diferentes a los conocidos en Lima. Así como un sector esotérico con huacos, espadas de acero, filtros para el amor y una variedad de hierbas medicinales.

Cuando mi reloj comunicaba ya la una de la tarde decidí almorzar un suculento seco de cabrito con frijoles acompañado de un platito de ceviche de toyo.  El corolario gastronómico – por la tarde - lo constituyó un amago de cena: otro vaso con champúz y dos panes con quesillo, devorados lo más rápido posible pues cercana estaba ya la hora de partir.

A las cinco de la tarde,  en punto, me hallaba arrellanado en un incomodo asiento del ómnibus al igual que las decenas de pasajeros que partirían conmigo al nor - oriente peruano, era una unidad móvil viejísima pero, a decir del chofer, “con un motor potentísimo”, que no tenía nada que envidiar a sus similares utilizados en la costa. Esperaba ansioso a que se encendieran los motores para de una vez por todas ponernos en marcha hacia nuestro destino en común.

Una última llamada a los pasajeros rezagados y el ómnibus partió a toda marcha con rumbo hacia el nor oriente; hacia Bagua Grande en el departamento de Amazonas.  Mientras el vehículo se desplazaba por la Panamericana Norte, a la altura de Lambayeque, mantenía mi cara pegada a la ventanilla tratando de descubrir el río Utcubamba del cual me había hablado mi padre en sus cartas.  Pensaba que si aparecía el río era porque  ya estábamos próximos a llegar.

De rato en rato unos canales de irrigación que recorrían sembríos de cañas me hicieron creer que ya estábamos cerca de nuestro destino pero no, aún faltaban muchas horas y quizá cientos de kilómetros para llegar a Bagua Grande.  Cuando dejamos Lambayeque el vehículo abandonó la Panamericana Norte para ingresar a la provincia de Olmos y de ahí comenzar a trepar aquella parte de la cordillera  - abra de  Porculla - que comunicaba la costa con los valles de ceja de selva.

Aún recuerdo algunos nombres  de aquellos parajes: el “28”, el “81”, Hualapampa, El Cuello, Pucara y Chamaya entre otros. Eran centros poblados a la vera de la carretera Marginal en las que se ubicaban restaurantes y recreos dispuestos a brindar sus servicios de comidas y bebidas a los viajeros. En alguno de estos sitios el vehículo se detuvo aquella noche para que los pasajeros pudieran disfrutar de un corto descanso y de una reparadora cena.

¡Ah...!, aún hoy después de tantos años puedo sentir, en mis fosas nasales, el olor de la carne frita y de la humeante sopa de gallina criolla que esa noche deguste en el bullicioso restaurante ubicado en aquel solitario paraje rural perteneciente, quizás, al departamento de Lambayeque o al de Piura. 

Luego, mientras esperábamos que los demás terminaran su “merienda” me puse a observar un viejo “Petromax” que con su potente luz iluminaba el recinto pero que, a la vez, atraía a cientos de insectos de todo tipo y tamaño que revoloteaban sin orden ni concierto a su alrededor. Un espectáculo maravilloso que más de una vez llamaría mí atención porque el Petromax, en ese tiempo, era el único artefacto que brindaba luz a los hogares y negocios de la región.

Cuando el ómnibus se puso en marcha, media hora después, decidí permanecer con la mejilla pegada a la ventanilla tratando de ver a través de la neblina y de la oscuridad los cerros y profundos precipicios por cuyos bordes se desplazaba el ómnibus.  Muy pronto el cansancio y las emociones de los últimos días me sumieron en profundo y reparador  sueño.

Cuando abrí los ojos me percaté que el carro estaba detenido y que ya casi amanecía pero, pese a estar de madrugada, se sentía un fuerte y sofocante calor. - ¿Dónde estamos? - Pregunte a mi ocasional acompañante y este me contestó medio adormilado aún: _ ¡En Bagua muchacho, estamos en Bagua Grande!

Aquellas vacaciones imprevistas, al lado de mi padre, marcaron  mi  personalidad, moldearon mi carácter, me hicieron comprender que los juegos e ilusiones debían de ponerse a un lado para dar paso a la realidad, a la vida objetiva.  Comprendí que mi familia y el mundo entero –pensaba yo– esperaban mucho de mí. Aquel viaje, sinceramente, sirvió para madurar y para encontrarme conmigo mismo. 

Recuerdo que nuestra vivienda  estaba ubicada en la cuadra nueve de la avenida Chachapoyas, muy cerca del grifo de combustible de don Diego Mori y del hospital del Seguro Social que por esos años habían iniciado su construcción los ingenieros chiclayanos Vicuña y Alva. La casa, como casi todas, era de adobe; tarrajeada con barro y pintada, tanto por dentro como por fuera, de un color blanco casi fosforescentico. Era fresca y espaciosa, ideal para un clima tan caluroso como el de Bagua Grande.

Cuando vi por primera vez el río Utcubamba me pareció maravilloso, nada comparable con los ríos Rimac o Santa Eulalia que solíamos frecuentar con la familia durante nuestros paseos campestres en Lima; aquellos eran ríos de escasa agua y con abundante piedras de canto rodado recubiertos de musgo verde y resbaladizo.  En cambio el Utcubamba era un río lleno de vida, caudaloso y muy torrentoso.  Un río donde se podía practicar la pesca de pempes, doradas y cashcas.

El río me atraía, me encantaba y prácticamente la mayor parte del día me la pasaba metido en sus aguas chapuceando  con mis amigos o retozando sobre las piedras mientras el inclemente calor selvático tostaba mi piel.

Del Bagua Grande de a fines de los setenta recuerdo – entre otros - su entrada principal; enormes palmeras de coco recibían a los visitantes por el sector de Morerilla, más allá estaban la ex – hacienda de don Emilio Guimoye, las pampas de El Valor, quebrada Honda y la quebrada de Goncha y el siempre pintoresco barrio de Gonchillo, famoso, en aquel entonces, por sus pandilleros camorreros. Recuerdo por ejemplo al “Macaco” Chinguel temerario gonchillano amante de la violencia que años más tarde moriría trágicamente, sino me equivoco, en un conflicto entre pandilleros.

En mi mente también está el cementerio nuevo ubicado en la loma de un cerro, cerca al camino de herradura que conducía al caserío de Buena Vista, y más arriba la famosa “Casa de las Cucardas”, el prostíbulo.  Hacia abajo como quien va al río se ubicaba uno de los más importantes colegios estatales - hoy convertido en un instituto pedagógico - y muy cerca de él una pequeña laguna de donde se extraía agua  para las labores de limpieza de los hogares y para la construcción, en ese entonces, del hospital del Seguro Social.

El centro de la ciudad era un conglomerado desordenado de locales comerciales ubicados a ambos lados de la avenida Chachapoyas, destacaban, en esa zona, el viejo puesto policial construido de adobes, el cine Tropical, la oficina de Entel Perú y por supuesto “La Parada” informal mercadillo que infaltable se organizaba todos los sábados por la tarde para comercializar durante el  domingo, los productos que llegaban de las chacras de las “alturas” ; ahí encontrábamos el frijol bayo, el maíz amarillo, las chancacas, el yonque, los chiuches, los yacones, las arracachas y también innumerables productos llegados de la costa que eran comercializados por carismáticos vendedores chiclayanos.

Recuerdo que, cercano a mi casa, estaba ubicado el barrio “Piura” con sus chicherías y gente festiva, también, la herrería Alvarado, comercial Zelada y una sala cinematográfica cuyo nombre no recuerdo ahora.  Todas las calles de Bagua Grande, sin excepción eran de tierra afirmada, de una tierra compacta que cuando llovía se convertía en una verdadera mazamorra, intransitable para vehículos y aún para los peatones que resbalaban de tramo en tramo en esa sopa de barro.

La gran mayoría de casas eran de paredes de adobe con techos de zinc (calaminas) y un terrazo en el altillo para neutralizar el algo el endiablado calor que sin exageraciones creo que llegaba frecuentemente hasta los 40º centígrados.  De más estaría decir que la población se abastecía con agua del río Utcubamba, agua que era comercializada por  entusiastas jovenzuelos a través de latas cargadas sobre sus hombros, con un palo cruzado,  o transportadas por  sus recias acémilas. Muchos años mas tarde recién se inauguraría el servicio de agua potable y alcantarillado en la ciudad.

Recuerdo que por esos días ocurrieron dos hechos sangrientos, el uno ligado al otro, un joven soldado que prestaba su servicio militar obligatorio en el cuartel “El Milagro” fue acribillado a balazos por un iracundo Guardia Civil, el motivo, una discusión tonta entre borrachos.  Ante aquel execrable crimen los familiares y la población en pleno fueron a protestar ante el puesto policial, por aquellos días el comisario era un sargento subalterno – no había oficiales como si los hay ahora.

La población con los ánimos caldeados pedía que se le entregue al asesino para hacer justicia con sus propias manos pero al no ser complacida procedió a atacar la comisaría, primero fueron insultos, luego pedradas y finalmente fuego. En cuestión de minutos el puesto policial  fue saqueado, incendiado y destruido. Los efectivos policiales escaparon con vida por unos forados que hicieron, desesperados y asustados, en las paredes de adobe del puesto policial que felizmente coincidía con un corralón descampado. 

Al día siguiente un contingente policial venido de Chachapoyas y una patrulla militar de “El Milagro” impusieron orden en la ciudad.  Hoy el otrora vetusto puesto policial es una moderna construcción de material noble, con todas las comodidades existentes y que no hace mucho tiempo (2002) fue sede de una de las más importantes regiones policiales del país.

Con el paso de los días la huelga nacional de Sutep, contra la dictadura militar, llegaba a su fin. Después de casi  medio año de paralización total el Presidente Francisco Morales Bermúdez, presionado por las organizaciones políticas y sindicales, había decidido convocar a una Asamblea Constituyente y dejar el cargo al candidato que fuera elegido a través de elecciones democráticas. De esta manera, luego de un mes de permanencia en Bagua Grande, mis vacaciones llegaban a su fin, tenía que volver a Lima para concluir el año escolar.

Dejaba con mucha pena aquella pintoresca ciudad y con ella a innumerables amigos con los que compartí travesuras, peligros y las confesiones de inquietos niños que marchaban hacia la adolescencia.  Los preparativos para el viaje de retorno fueron muy agitados:  una ruma de regalos entre los que destacaban “semitas”, horneadas en casa de una familia chachapoyana, canastas con frutas, saquitos con fríjoles y soya, un espigado gallo de color pinto y cartas para fulano, mengano y zutano.

Al partir, en otro viejo ómnibus de la Olano, sabía que parte de mi corazón se quedaba en Bagua  Grande, la primera ciudad nor oriental que había tenido la oportunidad de conocer en aquella etapa de mi vida y que tan gratos recuerdos me traería después con el tiempo. Ahí quedaban el río Utcubamba, la balsa cautiva a la altura de Cajaruro (El Puerto), el calor abrasador que prácticamente me había “tostado” y sobre todo, ahí quedaba mi padre; un hombre robusto, trabajador y estudioso a quien ya nunca más volvería a ver.

En 1982, gracias a la invitación de un tío, se me presentó la oportunidad  de retornar a Bagua Grande, esta vez convertido en un mozalbete de 16 años que no tardó en enamorarse, no sólo de esta calida tierra sino de una preciosa bagüina a quien a diario veía pasar por mi centro de trabajo. 

Fue un amor  platónico pues nunca logre declararle mis sentimientos.  Sentía que la amaba, que la quería, pero no encontraba nunca el valor suficiente para declararle mi amor. Con el paso de los días mi amor se fue incrementado  pero ella parecía no darse cuenta de mi existencia así que, desilusionado, desistí.  Diez años más tarde, cuando la volví a encontrar, me confesó que ella también se había enamorado de mi y que siempre estuvo esperando mi declaración de amor (¡?).

Aquel año conocí, también, el río Marañon y tuve la dicha de bañarme en sus caudalosas aguas.  Era  un río enorme y turbulento, famoso e inmortal merced a las novelas de Ciro Alegría y sobre todo por sus imponentes aguas que corriente  abajo atravesaban imponentes pongos como el de “Manseriche”.  Ahí, en sus orillas, fastidiado por unos mosquitos llamados “lambiojos”, me sentí parte de la historia, parte de la geografía de nuestro país, un personaje de los libros.

Hasta ese entonces había escuchado reiteradamente los nombres de otros pueblos de la región que aún no había tenido oportunidad de conocer - Bagua (antes llamada Bagua Chica), Chachapoyas y Jaén -  pero que, en un futuro no muy lejano, me había propuesto visitar y conocer. 

Recuerdo que por aquellas fechas se experimentaba un sorprendente boom económico en la región. Merced a los feraces valles arroceros y cafetaleros, los millonarios surgían de la noche a la mañana en la región; ora construyendo lujosas residencias, ora conduciendo modernas motocicletas o camionetas Pick Up de última generación.

Las construcciones de adobe iban dando paso a viviendas y edificios de material noble construidos por ingenieros y contratistas costeños.  Si mal no recuerdo por aquellos años se inició la construcción de dos imponentes cines: el de Oscar Ubillus y el de Diego Mori, ambos en plena avenida Chachapoyas.  Asimismo se inició la construcción de una serie de hoteles, restaurantes y recreos, entre otras obras, que hablaban de la prosperidad que experimentaban los pobladores del valle del Utcubamba.

Para ese entonces había tenido la oportunidad de conocer varios de los caseríos de Bagua grande: Buena Vista, Collicate, Gonchillo, Goncha y Cajaruro.  Aún recuerdo mi viaje en solitario, montado en burro, hacia el caserío de Buena Vista. Una agotadora jornada de casi cinco horas a lomo de bestia y a pie, pues para ser sincero el burro me resultó un estorbo en mi marcha. Ahí por el espacio de varios días conocí la vida en la montaña, de su aire fresco y revitalizante, de sus desayunos con racacha sancochada y de café endulzado con chancaca.

Al terminar las vacaciones escolares, y junto con ella el trabajo con mi tío, retorné nuevamente a Lima con miras de terminar mis estudios secundarios, me hallaba en los últimos años y era menester abocarme a ellos con mayor ahínco si anhelaba convertirme en estudiante universitario.

En 1984, cuando Bagua Grande se separó de la provincia de Bagua para convertirse en la provincia de Utcubamba, tuve una nueva oportunidad para recorrer su territorio.  Ahora era un pueblo con luz eléctrica durante toda la noche y no de 06 a 11 de  la noche  como antaño. Sus calles lucían más ordenadas, su plaza de armas más vistosa y su infaltable movimiento comercial tan activo como de costumbre.

En esta tercera oportunidad, en compañía de un amigo pude conocer por fin las ciudades de Jaén y de Bagua Chica (en ese entonces se la podía llamar así con toda naturalidad).  La primera era una ciudad que nada tenía que envidiar a las ciudades de la costa; su imponente Iglesia – catedral era la más llamativa, sus calles asfaltadas, sus elevados edificios y un endiablado movimiento comercial que nos hacían recordar las calles chiclayanas.

La segunda ciudad, Bagua, era una prospera y entusiasta población ubicada a la margen derecha del río Utcubamba. Para llegar a su territorio había que tomar el desvío de la carretera Marginal en una zona llamada “Cruce del Reposo” de ahí pasar por el cuartel militar “El Milagro”, cruzar un puente construido sobre el Utcubamba y desplazarse por una vía angosta - especie de callejón con cerros a ambos lados - que nos comunicaba, recién, con la ciudad propiamente dicha.

Sus calles asfaltadas, sus edificios modernos y la alegría de su gente eran “resguardadas” por el enigmático cerro “Brujo Pata”  que a decir de los bagüinos: “Si amanecía nublado era porque iba a llover”.  Bagua Chica y Bagua Grande se hallaban empeñadas en una competencia permanente, ninguna quería ser menos que la otra y más ahora que Bagua Grande era capital de una nueva provincia.  Una competencia sana que Michael Porter bien podía llamar “la competitividad de las provincias”.

En 1987, cuando cursaba mis primeros ciclos de estudios universitarios, el bichito de la aventura me volvió a picar y que mejor lugar para visitar que el valle del Utcubamba.  Esta vez mi estadía fue más corta, pero creo que mucho más fructífera, pues gracias a mi bisoña formación en el campo  de las ciencias sociales, me di cuenta que Bagua y Utcubamba eran material de primera mano para futuros trabajos de investigación social; constituían apetecibles bocados para aquellos investigadores sociales deseosos de profundizar en temas como: los fenómenos migratorios, el folklore, los movimientos campesinos, la arqueología y la historia, entre otros.

Pero al margen de estas inquietudes académicas no estaría de más mencionar, de nuevo, las peculiaridades del clima selvático: un sofocante calor que nos hacía sudar a chorros de tal forma que los “frescos” de soya y de cebada estaban a la orden del día.  He tenido oportunidad de visitar casi todas las ciudades de la selva alta y baja de nuestro país (Tarapoto, Iquitos, Pucallpa, etc.) y, también, las ciudades más calurosas de la costa norte (Piura y Tumbes)  de tal forma que puedo concluir, sin temor a equivocarme, que Bagua y Utcubamba son las ciudades más calurosas de todo el Perú.

Por esos años las dos provincias – Bagua y Utcubamba – contaban con sendos institutos tecnológicos y pedagógicos, oficinas de la administración pública, hospitales, medios de comunicación y todos los servicios públicos y privados que demandaban su status de capitales de provincia. 

Pero muy al margen de los aspectos educativos y burocráticos uno podía darse cuenta, con mucha preocupación, que la actividad agrícola ya no era la misma de antes, los comentarios sobre la crisis que enfrentaba el agro - la injerencia  aprista lo había llevado a la crisis – eran cada más  agobiantes y notorias.

Incontables construcciones habían quedado sin ser concluidas, los otroras “millonarios” del arroz y del café estaban ahora endeudados “hasta el cuello”, habían abandonado las lujosas motocicletas y camionetas último modelo para volver nuevamente a los caballos y mulas.  Más de un potentado agricultor enfrentaba  juicios y embargos, situación que traslucía, inequívocamente, que los tiempos de bonanza económica habían llegado a su fin.

Ya para esos años, durante el gobierno aprista, los viajes de Lima a Bagua eran más fluidos y cómodos, existían otras empresas de transporte que hacían competencia a la “Olano”: Tepsa, Civa y Cruz de Chalpón entre otros. Había, también, servicios más “populares” a través de camiones de carga que partían del mercado Modelo de Chiclayo llevando sacos con granos, animales, artefactos y muebles - consecuencia quizá de alguna mudanza  a la “tierra de promisión”.

De más estará decir, a estas alturas, que las zonas urbanas del valle del Utcubamba seguían creciendo merced a los migrantes provenientes de las serranías de Cajamarca y de uno que otro costeño que decidía afincarse en la región. El fenómeno migratorio era cada vez más numeroso y preocupante, las tierras comenzaron a escasear y las oportunidades de trabajo se hicieron cada vez más difíciles. Pero, pese a ello Bagua y Utcubamba seguían creciendo y progresando.

En 1993 volví, por penúltima vez, al valle de Utcubamba; la primera ciudad que visite fue Bagua Grande, era el mes de enero víspera de las elecciones municipales para elegir a los alcaldes de Bagua y Utcubamba.  En Bagua Grande, por ejemplo, un Milecio Vallejos se lanzaba a la re-elección enfrentándose al conocido galeno Dr. Novoa, ambos se comprometían a “luchar por el progreso y desarrollo de la provincia”, una provincia que crecía demográfica y económicamente día a día gracias al aporte de los migrantes serranos y costeños.

Por esos días sobre el río Utcubamba se erguía majestuoso un imponente puente que unía los distritos de Bagua y Cajaruro y se iniciaba, también, la construcción de una central hidroeléctrica en el  Mullo para dotar de luz eléctrica las 24 horas del día a ambas provincias de Amazonas.  En “El Centro” de Bagua Grande primaba una curiosa calzada construida por un ex – alcalde; deseoso quizá de urbanizar la ciudad había mandado a “asfaltar” un tramo importante de la avenida Chachapoyas, que ahora “servía de todo” pero menos para el tránsito de vehículo motorizados. La gente lo llamaba “la veredita”

En Bagua capital - el nombre “Bagua Chica” ya no era del gusto de los baguinos - se había destinado un terreno para la construcción del palacio regional, pues ahora merced  a su condición de sede del Gobierno Regional ameritaba contar con esta magna obra.  Asimismo un joven empresario había incursionado por esos días con el servicio de televisión por cable permitiendo a la población contar con una variedad de canales de televisión nacionales e internacionales y lo que es más se hablaba también de la inminente construcción, por territorio bagüino, de la carretera bioceanica que comunicaría el océano Pacífico, a través de los ríos de la selva con el océano Atlántico.

Aquel año conocí la capital del departamento, Chachapoyas, una señorial ciudad enclavada en los andes nor orientales del país. Ahí, motivado por el Dr. Carlos Torres Mas, director del Instituto Nacional de  Cultura de Amazonas, decidí elaborar el  presente trabajo de investigación sobre los aspectos lingüísticos e históricos de Bagua y Utcubamba, provincias selváticas del departamento de Amazonas.  No estará demás decir  que por estos años empezaba a desempeñar tímidamente mi profesión como científico social, cumpliendo de esta manera, un deseo largamente acariciado desde 1987: tener al valle del Utcubamba como objeto principal de mis investigaciones históricas y sociales.

De esta época data también un trabajo mío sobre “Jaén de Pakamuros” que el Dr. Torres Más sugirió publicar en la revista “Kuelap” del INC – Amazonas, que el dirigía. También de estos años datan mis viajes hacia la gran mayoría de provincias y distritos del departamento de Amazonas en afanes de nutrir mis conocimientos sobre la realidad de este espacio geopolítico que por años se convirtió, para mí, en una especie de segundo hogar.

En ese año de 1993 fui testigo de un fenómeno inusual: una madrugada de abril una quebrada, que casi nunca tenía agua, recobró su cauce antiguo hasta convertirse en una especie de río caudaloso y turbulento arrasando a su paso viviendas y los enseres de los confiados habitantes que habían construido sus casas sobre el cauce seco del “Cachimayo” – así se llamaba la quebrada – a decir de los vecinos este era un fenómeno que se repetía cada 20 años. Felizmente no causó victimas mortales que lamentar.

Fui testigo también en aquella época de la más encarnizada lucha  que entabló el Estado peruano con los grupos alzados en armas, principalmente con el MRTA que había establecido campamentos insurgentes en las zonas rurales de Jaén, Bagua y Utcubamba. En la primera ciudad incluso se registró un sangriento enfrentamiento con las fuerzas policiales dejando muertos y heridos. Fue un conflicto social en el que se vieron involucrados muchos bagüinos –empresarios, comerciantes, periodistas, médicos y estudiantes - y que hoy, diez años después, parece haber desparecido por completo.

Bagua Grande con el alcalde Vallejos y Bagua con el alcalde Izquierdo iniciaban, por aquellos años, una nueva etapa en la historia regional. Una etapa sazonada, si se quiere, con la presencia de Margarito Machaguay el bagüino más  conocido a nivel nacional - nació en Collicate un caserío de Bagua Grande - y que años más tarde decidiría incursionar, sin suerte, en la política local. Consideramos que ese año pese al gobierno “fujimontesinista” - como lo han bautizado los estudiosos - significó un despegue económico, político y social pues una serie de factores concurrieron de improviso a potenciar  el desarrollo y progreso de estas dos provincias hermanadas históricamente.

Uno de estos factores – a los que hacemos referencia - lo constituyó la guerra no declarada con el Ecuador. Este conflicto bélico permitió dotar a ambas ciudades de una infraestructura y servicios que nunca antes habían tenido: un aeropuerto militar en El Valor, servicios telefónicos, carreteras asfaltadas y/o afirmadas, uso del satélite e Internet, entre otros.  Este monstruo  de matanza, como de costumbre se cebó primero con la vida de los heroicos soldados bagüinos: mestizos y nativos que salieron a defender el territorio patrio. Felizmente años después la paz llegaría definitivamente gracias a la firma de un importante tratado de paz. 

Hoy, diez años después (2003) he retornado al valle del Utcubamba una especie de derrotero en espiral me conduce, siempre, a ese centro llamado Bagua y Utcubamba; dos ciudades emparentadas desde siempre y que yo tuve la suerte de conocer hace 24 años atrás. 

Hoy una moderna carretera las comunica con la costa y con los pueblos del oriente (Rioja, Moyobamba y Tarapoto). En ambas ciudades vemos calles asfaltadas y rectilíneas veredas, servicios de teléfono público y domiciliario, bancos con cajeros automáticos, cabinas de Internet y modernas construcciones (edificios y viviendas) que años atrás jamás hubiéramos podido soñar.

Caminar por sus calles, confundirme con sus habitantes, visitar los lugares que conocí en mi niñez, adolescencia y juventud - ahora que soy adulto, casado y con hijos - es una experiencia contradictoria; llena de alegría por un lado y llena de nostalgia por otro, principalmente por aquellos años que pasaron y que ya nunca más volverán. Pero que se puede hacer, sólo se que mientras viva estarán en mi mente y en mi corazón...

Con mucho afecto y cariño:

                                                           Alexander Alban Alentar 

(*) La presente monografía, por su modalidad de memoria histórica carece de bibliografía y notas de pie de página.

Alexander Alban Alentar

Bagua Grande, (Perú) 28 agosto de 2003

Publicación autorizada, para Letras-Uruguay, por parte del autor, el día 21 de enero 2008

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