Los pulpos
Juan Carlos Alarcón

Yo sé, yo sé que ese próximo amor
será para mí la próxima derrota
(Jacques Brel "Oeuvre Intégrale")

Hay secretos de familia y secretos individuales, y en los pueblos los secretos son más grandes, más secretos y más pesados. Lo dicen todos los psicólogos que nacieron en pueblos. Cuando era joven y escuchaba eso me reía porque yo mismo venía de un pueblo y mi familia también tenía sus secretos.

 

Yo entré como siempre al aula. Después de tantos años de docencia me sentía más cómodo en la universidad que en la calle. Tal vez por eso estaba desprevenido. Any Lorac se había sentado en la primera fila del anfiteatro y desde su juventud me sonrió con el cariño hipócrita que pueden exprimir los estudiantes a su profesor. Quizás fueron sus ojos verdes agrisados o su piel pálida salpicada de pecas o su cabellera castaña que caía sobre sus hombros o esos gestos de asombro con el que gustaba jugar, pero lo cierto que Any Lorac me impulsó al pasado, a ese pasado que uno busca olvidar y que siempre reviene como un bumerang.

 

Por aquel entonces, yo tenía 50 años y trabajaba como profesor en un sórdido establecimiento de la periferia de París. Recuerdo que a ella la llamaban Roro pero jamás me interesé mucho en el origen exacto de su sobrenombre. Tampoco supe bien el lugar de donde Roro provenía, alguien comentó que era argentina, sin embargo reconozco que nunca me importó demasiado. El primer día que la conocí me llamo la atención su risa ática, altanera y cautivante, bastante contradictoria con la tristeza de sus ojos.

 

Roro tenía 28 años, piernas bien formadas, poblada de minúsculos lunares, como si fueran pequeñísimas islas de placeres epicúreos. Ella tenía una mirada verde y su cabellera castaña clara, con reflejos dorados, le caía en cascada por encima de sus hombros siempre desnudos. En resumen, Roro era hermosa y se destacaba en cualquier sitio que estuviera, como esas rosas rojas en los jardines de Luxemburgo del barrio latino. En esos jardines artificiales donde ella iba a cazar sus presas.

 

No sé si la empecé amar en el mismo instante de nuestro primer encuentro o si ya la amaba antes de conocerla, porque recuerdo que, otro profesor, ya me había hablado de ella algún tiempo antes y desde entonces había despertado mi curiosidad. De todas maneras, por Roro estaba dispuesto abandonar todo: mujer, hijos, amigos y trabajo. Lo que se dice todo ¡Y todo abandoné...!

 

A los 28 años, el amor se vive con una pasión espontánea y explosiva. Nuestra relación fue así, salvaje, ácrata y posesiva, al igual que el amor de los pulpos que se abrazan pegándose por sus tentáculos mientras se golpean con saña contra las rocas despidiendo un líquido viscoso y negro que termina tiñendo el mar por todos los costados. Nosotros fuimos iguales y, poco a poco, nos fuimos alejando del mundo hasta quedar prisioneros en un cuarto miserable de la zona baja de Montmartre, como si la enfermedad de nuestro amor iconoclasta nos hubiera puesto marcas epidérmicas que ahuyentaba la gente. Nadie quería vernos y nosotros tampoco queríamos ver a nadie; nuestra historia nos pertenecía sin complejos y no estábamos dispuestos a compartirla con ninguno.

 

Un cuarto sombrío, con míseros muebles de ocasión, fue nuestro universo idílico, ese paisaje multicolor de un país sin carreteras ni fronteras, donde el amor -y nada más que el amor- podía llegar a sobrevivir. Un amor tan nuestro como egoísta que nos unió fundiéndonos en una sola entidad de cariño lenitivo ¿Qué más se le podía pedir a la vida en ese entonces? ¿Qué otro destino podía compararse con esa felicidad? Difícil de pensarlo, tampoco hoy llego a encontrar una explicación racional a ese período de mi vida.

 

El tiempo transcurría así, entre primaveras florecidas y otoños cálidos; fue hasta que comprendí que, el amor, podía ser también un roedor salvaje que nos devoraba sin piedad por dentro. El amor, que había engullido mi corazón comenzó a carcomer lentamente mis entrañas, mi existencia, mis fuerzas intrínsecas de sobre vivencia. Y nuestro amor fue así, ardiente, brutal, impío, bebiéndose nuestra sangre para aniquilarnos, consumiéndonos íntegro.

 

Hay amores que son tiernos y calmos, como simples encuentros de flores en las esquinas; hay esos que son violentos vividos con celos y desconfianza; pero, también están esos otros, como fue el nuestro, salvaje, primitivo, con una fuerza sibarita engendrando la corrupción de la carne. Entonces, la realidad muda de faceta y nos volvemos esclavos, marginales, temerosos de perder lo conquistado y tratamos de comprar los afectos a cualquier precio.

 

En esa época yo no tenía 28 años como Roro sino 50 ó 51 y a ese ritmo sicalíptico no podía llevarlo eternamente. Tendría que haberlo comprendido desde el principio, porque la experiencia es el cúmulo de una vida cotidiana. Pero no lo comprendí y me fui invistiendo de deseos infinitos, inagotables y siempre renovados. Con el tiempo, comencé a sentir las consecuencias y mi cuerpo empezó a debilitarse, a volverse enteco y latoso; casi no me alimentaba y la mayor parte del día lo pasaba consumiendo bebidas alcohólicas, buscando elementos donde reafirmar mis energías y poder continuar avanzando en la carrera contra el diablo. Yo sabía que en el mismo instante que no pudiese hacer más el amor, todo el castillo de cristal caería al piso en miles de pedazos, porque ese amor estaba compuesto únicamente de sexo y ella partiría abandonando la presa que ya no la satisfacía. Roro había nacido para amar y ser amada y su existencia de sacerdotisa pagana florecía rejuvenecida desde el placer insaciable del acto sexual, mil veces repetido cotidianamente.

 

Al alcohol lo permuté por la droga y con la droga se reanudó nuestro lecho siempre nupcial y nuestros cuerpos se inundaron de nuevas caricias, de besos torpes y de una angustia demente por no poder detener ese destino. La amé como ningún otro hombre pudo haberla amado. Le ofrecí el agua de los mares, sus flores acuáticas y la pasión desmesurada de los pulpos. Le ofrecí mi universo perplejo, mis pensamientos y mi vida íntegra. Y ella lo tomó todo, como esas arenas sedientas del desierto.

 

A veces, cuando ella dormía, yo aprovechaba para salir a la calle y caminar hasta la plaza Clichy. Pero también eso comenzó a costarme un esfuerzo grande a causa de mi debilidad; entonces retornaba lentamente al cuarto lúgubre donde Roro me esperaba con sus brazos abiertos, con su sonrisa cautivante y su mirada color verde; siempre con sus efervescentes deseos de posesión, esos deseos que se asemejaban a un abismo sin fondo, sin límites.

 

¿Cuánto tiempo vivimos en esas condiciones? ¿Cuántos días, semanas y meses y años habitamos la fiebre de un lecho que me aniquilaba paulatinamente y del cual yo era consciente? ¿Cuántas veces me negué a despertar de mis sueños agitados para no encontrarme en el torrente de sus caricias tiernas y perversas? ¡No lo sé...! Aún hoy no lo sé. Pero recuerdo, que mientras más iba dejando retazos de mi vida sobre ese lecho impregnado con sudores, alcoholes y drogas, Roro parecía alimentarse con el amor, y rejuvenecía cada vez más. Día a día se transformaba en un nuevo pimpollo de rosa, sensual, provocadora y más hermosa que nunca ¿Es que la pasión de dos seres que se quieren, como nos quisimos nosotros, no fue el juego satánico y delirante del destino? ¿Es que nuestro amor no se podría comparar con el amor de los pulpos? Yo la amaba, y ella no quería otra cosa que amor. Yo la deseaba, y ella no pretendía otra cosa que ser deseada. Yo me entregaba con vida y alma, y ella no buscaba otra cosa que una vida y un alma en mi persona. Yo moría inevitablemente, perdiéndome entre la geografía de su cuerpo adolescente, y Roro renacía con mayor ahínco plena de vida y de nuevas ansias.

 

No sé en qué momento, ni cómo ni cuándo, no sé si fue de noche o de día, pero de repente comprendí que estaba siendo víctima de un amor que, como la flor de mandrágora, me arrastraba hacia un mundo de sueños y ternuras maléficas del cual no saldría jamás vivo, y quise huir, escapar del afecto de sus caricias, del fragor de sus besos y de esos nuevos y pequeños lunares que le nacían, bellos y atrayentes, cada vez que hacía el amor.

 

Une noche intenté fugar, pero las fuerzas ya me habían abandonado y caí junto a una silla ¿Es que se puede llorar por amar tanto? Yo lo hice, desconsolado, indolente, desvalido, sabiéndome preso de un sentimiento compartido, que por tan sublime se había vuelto grotesco. Recuerdo que Roro me contempló absorta, como si no entendiese lo que me sucedía, luego dibujó la mejor de sus sonrisas seductoras mientras estiraba sus manos para acurrucarme de cariño. Ella estaba sentada en la cama, desnuda, con las piernas en cuclillas y sus senos latiendo palpitantes. Roro, en ese momento, era la imagen profética de una diosa pagana ¿Cómo evitar la tentación cuando el amor es el estímulo del deseo? Entonces, también le sonreí y, en un esfuerzo sobrehumano, busqué las cavidades de su cuerpo, ese oasis pleno de deleites donde podía saciar todas mis angustias, mis miedos, mis celos de saber que ya había comenzado a perderla. Roro gimió de placer y, sobre cada una de mis caricias, fue absorbiendo con brío mis ansias, mi cuerpo y mi alma. Yo la amé como ningún hombre pudo haberla amado y me postré a sus pies, como el feligrés humilde delante de su sacerdotisa y dejé que las horas transcurrieran abandonándome a sus caprichos sibaríticos. Pero, cuando Roro se durmió, me vino la idea de asesinarla: matar para vivir, triste paradoja del destino; sin embargo, no tuve coraje ni la energía física para hacerlo. Entonces, decidí huir de una vez para siempre.

 

Creo que fue muy tarde, altamente en la noche; las entradas del subterráneo ya estaban cerradas y las calles desierta. Recuerdo que sentí el aire fresco de Montmartre penetrar en mis pulmones y me arrastré por la acera, buscando alejarme lo más rápido del lugar, como si todo Montmartre estuviera contaminado por el sortilegio de una hechicera perniciosa. No sé hasta dónde llegué ni cuánto tiempo duró mi huida. Me desvanecí tratando de evitarlo y, cuando abrí los ojos, tuve pánico de encontrarme de nuevo con su mirada color verde, con su risa cristalina y sus manos imantadas de cariño. Pero me hallaba en una cama limpia con olor a desinfectante. Era el hospital regional y una enfermera me miraba con una sonrisa de bienvenida, como si yo estuviera regresando de un paraje cercano a la agonía. Mi esposa me tomaba de la mano y mi hija jugaba con los dedos de mi pié izquierdo. Quise decir algo, pero había perdido el sonido de las palabras. Quise sentarme en el lecho, pero mi cuerpo no respondía por tanta debilidad. Sentí que mis ojos se llenaban de lágrimas y lloré lágrimas de tristezas ¿Qué médico podía curar el amor? ¿Quién podía comprender la historia de los pulpos, que mientras más se amaban, más se destruían uno al otro?.

 

¿Cuánto tiempo necesita una herida para cicatrizar? ¿Cuántos calendarios deben gastarse para que las imágenes se transformen en simple reminiscencia? ¡No, no lo sé! Pero si sé que muchas veces volví a pasar por los jardines de Luxemburgo para espiarla, escondido detrás de los árboles. Ella continuaba paseando su belleza, mezclándose entre las flores y siempre sobresaliendo como una rosa roja, cada vez más joven, cada vez más hermosa, cada vez con un nuevo y pequeñísimo lunar en su cuerpo remarcando el esplendor de sus deseos. Más de una vez la espiaba de lejos, más de una vez estuve tentado de enfrentarla para explicarle que todo eso que se hace por amor, no muere nunca. Fue hasta que sentí que me hablaron:

- Profesor... ¡Eh, profesor!... ¿No se siente bien?...

- ¿Sí, Any Lorac?...

- ¿Cuando me dará la respuesta si mi trabajo está bien hecho? ¡Los exámenes son en una semana!

Juan Carlos Alarcón

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