El intruso
Juan Carlos Alarcón

En mi época adolescente, lo que me interesaba de Borges no eran sus escritos, me acuerdo que sentía admiración y envidia cuando lo imaginaba entrando a la Biblioteca Nacional. Lo imaginaba caminando entre las estanterías, tomando algún libro medio olvidado para sacudirle el polvo. Lo imaginaba conversando en inglés con Stevenson o en francés con Verlaine o en italiano con Giacomo Leopardi porque el viejo hablaba un montón de idioma y no necesitaba traductores para charlar con sus autores preferidos.  Esta sensación me persiguió durante muchos años. Fue hasta que un día, yo también fui bibliotecario, pero de una escuela secundaria en la periferia gris de París. Sin embargo, allí las cosas no eran tan pasiva como me lo imaginaba a Borges en la Biblioteca Nacional de Argentina.

 

Con el tiempo me fui acostumbrando, bastaba hacer 35 pasos, subir 23 peldaños, adjuntarles 38 pasos más y al final, a la izquierda de mi ruta, se encontraba la puerta cuidadosamente cerrada que separaba dos universos distintos : el de la imaginación y el de las realidades concretas.

 

De un lado, estaba la realidad de un mundo cruel, una especie de guerra permanente entre el saber y la ignorancia, entre la comunicación y la desconfianza, entre la circunspección de los adultos y la vivacidad de los adolescentes.

 

Ese universo lo cruzaba todos los días y todos los días me protegía de esos adolescentes, que me observan recorrer la sala de los pasos perdidos con unas ganas locas de triturarme, de hacerme triza como se podía ver en sus ojos, porque ellos también me consideran responsable de la herencia del caos social que les dejaron.

¡Y, paradójicamente, les daba la razón !...

 

Con el correr del tiempo, aprendí también a protegerme de los adultos que me observaban desconfiados. Ellos sospechaban que ese no era mi lugar, que yo era una especie de quinta columna, de vaya a saber qué horda de marginales, un poco como esos seres salidos de la imaginación apocalíptica de los filmes de Spilberg. No obstante, los adultos respiraban mejor la desconfianza y me sonrían por cortesía.

Ellos, eran los profesores, y estaban para atacar con sus conocimientos a esos adolescentes que se atrincheraban contra los muros o que restaban sentados en la escalera del hall de entrada esperando que suene el clarinete que los llevase al combate cotidiano. Los adultos estimaban que eran ellos los propietarios de un discurso estatuido, correcto y sano.

¡Y, paradójicamente, también les daba la razón!...

 

Con el correr del tiempo, investidos en un abanico de estados anímicos, los unos y los otros se protegían con heroísmo de quienes parecían ser sus enemigos. Los unos pretendían mostrar que eran más fuerte que los otros. Pero, en realidad, creo que ellos se protegían mas bien de gente como yo, que, con un aire gracioso, con una sonrisa entre los labios y una mirada melancólica construida en las incompatibilidades de la vida representaba para los adolescentes la trampa de los adultos. Y, para los adultos, representaba la complicidad de los adolescentes. Todos los días yo sonría a los unos y a los otros con una enorme piedad, puesto que todos los días me prometía solemnemente ser amable y cordial.

 

Yo cruzaba a pié las fronteras de mi barrio para ir hasta la escuela secundaria, con el único pasaporte de quien gusta morder la existencia deleitable de lo cotidiano. Todos los días, yo llenaba mis bolsillos de esperanzas y silbando como un jilguero casto, finalizaba por abrir ese universo borgeano cerrado a doble desconfianza.

 

Del otro lado de la puerta había un mutismo de objetos latentes: casi seis mil historias vivientes y perspicaces que adormecían metódicas y repertoriadas entre las estanterías cuidadosamente ordenadas.

 

Sobre la puerta, del lado del universo real, estaba escrito en grande: CDI. Un Centro de Documentación y de Información del liceo sin que nadie sepa exactamente lo que eso quería decir. Muy pocos sabían qué tipo de documentación existía allí ni quién hacía circular la información. En el mejor de los casos, todos pensaban que era un centro para recibir los alumnos a causa de la ausencia de una sala especializada o por el simple desconocimiento de la noción de la palabra pedagogía.

 

Visto de esta manera, la puerta entre los dos universos era un regulador entre la sabiduría de los adultos profesores y la incompatibilidad de ser jóvenes, dentro de un régimen dictatorial donde el saber se construye industrialmente. Y, como en todo sistema dictatorialmente democrático, la democracia de la enseñanza pública estaba llena de incomprensibilidad.

 

A veces, continuaban a denominar el CDI : “la biblioteca”, atados a antiguas reminiscencias románticas, como si el pasado fuera mejor que el presente y el futuro fuera la incertidumbre de un caos que los adivinos incorporan en el tarot de la “4° tecnológica”, que era la clase donde iban a terminar sus días los insurgentes, los revoltosos, los “analfabestias”.

 

Con el correr del tiempo, esas anomalías se acentuaban aún más y los unos y los otros me observaban con aire insólitos, absortos, como si yo fuese el chiflado guardián de vientos.

¡Y, paradójicamente, les daba la razón !....

 

Del otro lado de la puerta, en el sector interior, había un mundo imaginario, mágico en su esencia y profano en su mensaje moralista. Parado desde la puerta, y mirando hacia el interior, uno descubría a la izquierda los armarios murales con volúmenes de gestión del tiempo perdido, de administración de empresas que ninguno administraría y de economía de almaceneros explicando la globalización de la mortadela. Luego seguía una especie de biblioteca vitrina donde estaban exhibidas 28 revistas en 4 idiomas diferentes. Inmediatamente, le seguía la Torre de Control, compuesto por un gran escritorio en forma de L, donde la desconfianza era la madre de la seguridad que renacía de sus cenizas como el Ave Fénix, cada diez segundos, puesto que allí se aprendía hacer confianza a los unos y a los otros desconfiando de todos al mismo tiempo.

 

Parado desde allí, desde las puertas internas de vidrio y observando hacia la derecha de la sala, se podían ver otros armarios de cinco niveles, apoyados sobre las paredes, con manuales escolares y anales llenos de diversos ejercicios. Catálogos con ejercicios rápidos de algunos años escolares anteriores y recetas mágicas para finalizar el bachillerato sin estudiar demasiado. En ese punto, la sala giraba bruscamente más a la derecha para tropezar sobre la puerta del escritorio de una orientación profesional que nadie profesionalizaba.

 

El CDI estaba construido en forma de semicírculo, en una perspectiva de fuga casi tocando las ventanas. Allí estaban acomodadas 4 largas bibliotecas de doble exposición, para que los autores se defiendan de los invasores, apoyándose espalda contra espalda. En el centro de la sala, del lado derecho, se elevaban otras dos bibliotecas de 5 comportamientos. Sobre la izquierda, y en el centro mismo del corazón de vigilancia, también había otra biblioteca con tres compartimentos. En el medio del local, más tranquilamente, estacionaban las últimas estanterías compuestas de cuatro especialidades diferentes. Todos los muebles tenían la misma altura y todos fueron apuntados sobre cinco niveles, creando pasajes entre las paralelas.

 

En el Centro de Documentación y de Información cohabitaban 2 482 autores sobre el sudor de 19 420 títulos.

 

Entre la Torre de Control, los armarios, las bibliotecas, los pasajes y la puerta de entrada protegida por un policía electrónico, se dispersaban 17 mesas rodeadas de 63 sillas silenciosas aún cuando estaban invadidas por la insolencia de esos adolescentes que quieren restar adolescentes, por esa manía que tienen de atarse a su edad.

 

La distribución de muebles no era casual. Los libros se abrazan entre las estanterías con una ternura metódica y parecían dormir como bestias salvajes, esperando que alguno se acercase para devorarle la ignorancia. Esas bestias se burlaban de los unos y de los otros.

 

En el corredor de la derecha, los historiadores remaban sobre el océano del pasado en interpretaciones científicas y, generalmente, hipotéticas. Del lado izquierdo, jugaban a la payana los fabricantes de sueños y parpadeaban nerviosos entre las novelas que iban desde  lo fantástico de sus elucubraciones delirantes al materialismo del pensamiento humano. Parecía que esos fabricantes de imágenes se quejaban por no haber sido jerarquizados en el bulevar de los filósofos, de los psicoanalistas o de los sociólogos. Un solo personaje, el Juanca, el provinciano escapado de la debilidad de un novelista, sonreía excitado sobre sus cuatro volúmenes de historias insensatas y de consejos pedagógicos que nadie leería.

 

Allí, todos los libros se encimaban cariñosamente según el orden que le diera la Torre de Control. Pero también estaban los novelistas, que pudieron cruzar la sala y desayunaban, a caballo, en las bibliotecas subordinadas a los grandes autores y, a veces, en un equilibrio caprichoso producido por la incomprensión intelectual y que seguramente Gabriela Vidal lo hubiera puesto en otro orden. Sin embargo, Balzac que conocía bien la gente por haber escrito “La comedia humana” y Pagnol, el campesino, tenían gestos de desenfados por no haber sido recompensados en la prestigiosa avenida de la literatura francesa, sobretodo porque ellos sabían que había inmigrantes que se infiltraban en su lugar. El alemán Hôlderlin se hacía el idiota y silbaba mirando a los otros poetas. Los poetas sabían muy bien que en la galería vecina, la de bellas artes, no había racismo y todos los artistas cohabitaban sin ninguna dificultad. Picasso discutía de política con Manet, mientras Miró escuchaba las aventuras místicas del colorado Van Gogh.

 

Todas las mañanas, yo cerraba la puerta del CDI delicadamente para evitar que se mezclasen los intereses de los dos universos, según las instrucciones explícitas y concretas de la Torre de Control.

 

Sin embargo, cada mañana cuando llegaba yo tenía una actitud diferente. Me detenía para saludar a mi colega de trabajo: el policía electrónico, y que su tarea consistía en prevenirme con un grito agudo cuando un autor pretendía fugarse debajo de algún brazo al baño del exterior sin la autorización de la Torre de Control.

 

Luego de saludar a mi colega electrónico, yo improvisaba. Si pensaba en los ojos gris-verdes de Jessie, la hermosa profesora de historia, penetraba por el corredor de la derecha para compartir con los historiadores la complicidad de un exquisito placer. Pero si cuando entraba a la escuela me encontraba con la sonrisa seductora de Carolina, la profesora de economía, yo arrancaba por la izquierda acariciando las publicaciones “Alternativas Económicas”, “Problemas Económicos” y las mentirosas estadísticas del INDEC. En cambio si me cruzaba con el “buen día” cosmopolita de María Magdalena, entraba en diagonal hacia los autores extranjeros. Y si, por casualidad, me había cruzado con la elegancia refinada de Sonia, la profesora de informática y siempre enfrascada en su microcosmo de nuevas tecnologías, entonces pasaba directamente hacia la Torre de Control para poner en funcionamiento la computadora, dónde se encontraban prisioneras las almas de todas las obras y los deseos voluptuosos de los autores profanos puesto que, cuando la profesora de informática me miraba, ella lograba mezclar aún más en mi cabeza todos los iconos ya mal acomodados desde mi nacimiento.

 

No obstante, cualquiera fuera mi manera de entrar, yo siempre terminaba en la Torre de Control antes que la comandante, jefa de la biblioteca, me criticara la libido de mi origen indio. ¡En la Torre de Control estaba terminantemente prohibido tener fantasías extrañas!... Entonces yo me servía un café para calmar mis pensamientos epicurianos y me preparaba para recibir la inminente invasión de los intrusos.

 

En general, los primeros intrusos eran los adolescentes que, a fuerza de ternura salvaje y de gritos cariñosos, terminaban por aprender que la puerta debía mantenerse siempre cerrada y que la educación también transcurría por la avenida de la cortesía, con un “buen día” sonriente enarbolado como bandera de guerra.

 

Los segundos intrusos eran los otros que sádicamente caminan murmurando entre dientes el complot que preparaban contra los primeros intrusos. Ellos no sabían cerrar la puerta y, muchas veces, hasta olvidaban en la sala del saber el valor de los buenos modales. Ellos terminaban por ensuciar el interior de ese templo mágico con su imagen inexorable del exterior. Y sin embargo, a los adultos no tenía que decirles nada, apenas debía sonreírles: ¡Consensus omnium !...

 

Parado sobre el escritorio de la Torre de Control me preparaba a atacar lo cotidiano. Con el ojo izquierdo miraba las sillas silenciosas donde se sentía un aire a la respiración nerviosa de los incomprensibles, y, con el ojo derecho, vigilaba a mi colega: el policía electrónico que tenía la costumbre de cansarse rápido y terminaba quejándose con sus sonidos metálicos. Este ejercicio físico era más complicado que tratar de casar los teoremas de Pitagora y de Castillón en la municipalidad de las aritméticas. Entonces, yo debía subir mis anteojos sobre la cabeza para agrandar el campo de visión, aun cuando sabía que mi comandante pensaba, que eso era una simple coquetería intelectual mía y que me caracterizaba como seductor de profesoras en necesidad de afecciones.

 

En el CDI se desconfiaba de los adolescente, de los adultos, de los empleados administrativos, de los celadores, del portero y hasta se desconfiaba del propio cacique, que de tanto en tanto aparecía en gira triunfal cerrando las manos de los unos y los otros como buen político en campaña electoral. Había quienes murmuraban que el gran cacique ya acumula tres empleos diferentes en contra de las leyes de rigor. Yo siempre me dije que en el siglo próximo se lo iría a preguntar directamente aún cuando me acusase de sindicalista y me mandara a la enfermería por meterme en cosas que no debía.

 

En el CDI, en la Torre de Control todo era explícito: había que sonreír y saber observar atentamente, puesto que un ojo advertido vale más que un chocolate azucarado y uno evitaba la desaparición de algún autor.

 

El delirante profesor de filosofía me criticaba porque él debía trabajar el doble y yo me rascaba detrás de la cabeza sonriéndole a las adolescentes. Pero yo estaba orgulloso de ese trabajo puesto que me había convertido en el rey de la encuadernación  de libros. La Torre de Control lo reconocía y me recompensaba a menudo con dos galletitas de cereales, un caramelo dietético y un café descafeinado porque mi jefa siempre estaba a dieta y, si tenía suerte, hasta podía escuchar su risa cristalina cuando trataba de explicarme sus regímenes para adelgazar mientras dormía. Otras veces venía el profesor brasileño para discutir conmigo la pedagogía del fútbol o, Víctor el anarco, con sus irónicas matemáticas y que le encantaba preparar centenares de ejercicios incomprensibles desde el día que descubrió que era una manera simple de ganarse la tranquilidad con los adolescentes.

 

La comunidad educativa se encuentra en el Apocalipsis de una sociedad mutante, yo lo sé, todo el mundo lo sabe, pero pareciera que nadie lo comprendía. Parecía ser que antes los jóvenes se peleaban con los puños cerrados y que hoy lo hacen con cuchillos. Parecería que antes no existía la violación y que se pedía autorización a los padres para hacer el amor con sus hijas. ¡Parecería!... Pero yo todavía conservo la cicatriz de una cuchillada en mi estomago, una herida en el brazo y en la pierna de dos balas, y tengo una amiga que todavía no digirió una violación de hace ya 27 años, durante el periodo de la insurrección sexual. No obstante, un amigo diputado que se sienta sobre la cultura trató de explicarme la metamorfosis de la sociedad. Lo hizo durante cuatro horas casi hasta la madrugada; en todo caso fue hasta que el whisky desapareció de la botella y que yo no llegué a saber ni siquiera mi nacionalidad.

 

Aparentemente, los unos han perdido sus puntos de referencia como quien pierde los zapatos y los otros olvidaron que los axiomas estaban impregnados de lógica. Archímede, que se tuerce de risa colgado en el trapecio de las matemáticas, estaba allí para atestarlo.

 

Sin embargo, siempre había un neófito que repetía que la violencia era parte de la cultura humana y que la angustia dominaba más que el amor. Pero yo, que soy un ignorante diplomado, tengo que reconocer solamente dos cosas que me angustian en la vida: la primera, es la injusticia de cualquier color que fuere. La segunda, es cuando Georgy, mi novia adolescente, me mira fijo a los ojos con su mirada marrón clara abriendo ligeramente su boca en un gesto de sorpresa porque yo ya había comido en la cantina del liceo y ella me esperaba con un pollo a la crema inglesa. Es en esos momentos, que siento que todo mi cuerpo tiembla de emoción y que hasta mis medias se sonrojaban. Entonces, me angustiaba a causa del origen indio de mi concupiscencia porque ella se había enamorado sin querer enamorarse de su profesor particular y tenía la marca en el orillo de “te quiero para mi sola” como las mercaderías de lujo en las vitrinas de la Galerías Lafayette de París.

 

A la Torre de Control no le gustaban nada mis incursiones al universo de las realidades concretas. A lo mejor, ella tenía miedo que el síndrome de los unos y los otros me contamine.

Y, paradójicamente, le daba la razón !...

 

La contaminación es un virus social que produce la transformación del cerebro y, hasta pareciera ser que hace tanto mal como las vacas locas o la fiebre aftosa. Papá Freud, sentado en el sillón de los intelectuales perversos, trataba a menudo de encontrarme un justificativo sin darse cuenta que mi libido se desbordaba sobre mis anteojos.

 

Con el correr del tiempo, en el liceo me acostumbré a autocensurarme, mirar sin ver, a escuchar sin oír, a aprender sin comprender. Y, cuando el timbre automático de mi estómago me señalaba que ya era mediodía, procuraba saber humildemente si yo había logrado quedar intacto en ese campo de batalla. Entonces, recién entonces retornaba sobre mis pasos, descendía la escalera silbando ante la mirada escandalizada de los celadores y la sonrisa admirativa de la bella profesora de historia. Desandaba los 35 pasos que me separaban de los portones de la entrada y cuando salía a la calle respiraba con fuerza el aire de la inepcia.

 

Luego caminaba tranquilo por la acera, entre los unos y los otros, porque afuera de dónde se fabrican los seres humanos, ellos llegan a cohabitar menos separados y menos constipados. Entonces, pensaba en Jorge Luis Borges que pasó la mayor parte de su vida entre los muros de una biblioteca nacional. A veces, él solía decir que los libros eran  materias sublimes. Y le creo, porque él era ciego...  y yo estúpido de nacimiento.

 

De todas maneras, hasta el día de hoy, cada que salgo de liceo para regresar a mi casa, respiro profundamente el aire folklórico de la estación de depuración de aguas servidas y, allí, en ese momento preciso, sabiendo que mi inglesita adolescente me espera con un pollo con salsas dulces, siempre siento la importancia de ser un enorme e insignificante bibliotecario en el liceo del barrio vecino y me creo Borges esperado por su secretaria que nunca supo hacer de comer. La biblioteca tiene un sistema perfecto, inventado para ocultar esos viejos profesores decrépitos en una sociedad de conversión y estudiantes que no se interesan por autores con anteojos. Entonces, como al descuido, yo meto las manos en los bolsillos para tocar mis testículos y verificar si todavía se encuentran en su lugar puesto que “errare humanum est, credo quia absurdun !...”

Juan Carlos Alarcón

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