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poema de Magali Alabau
baumala1@hotmail.com
 

 
 
 

EN NUEVA YORK NOS ENCONTRAMOS
los diferentes, los iguales, los estrafalarios.
Nos acoge Manhattan en hoteles baratos.
Nadie en este hotel deja propinas,
quizás, de vez en cuando.
Un elevador tan rutinario,
tan desgastado, traslada el resquemor
o una ilusión a medias.
Pido el nuevo desayuno americano.
Se despliegan continentes de hielo,
vasos limpios, sudorosos de frío,
sobre una mesa de vinil casi perfecta.
La camarera respetuosa sabe tu destino
y te invita al especial más abundante:
toast with butter, ham and eggs
marmalade and coffee.
Uno siente ser alguien en esta mesa.
Así y todo, otra de mí sale,
tímida, medio muda,
ni tan inteligente ni curiosa.
Debe ser el vestuario servil conque aparezco.
Oír, no hablar ni decir, es mi secreto.
Hay que acostumbrarse a ser la tonta,
a conversar con señoras que insisten enseñarte
las costumbres del nuevo continente.
A la hora de lunch te asignan un asiento
y te sugieren cómo agradar al jefe.
Te informan quién gobierna, a qué departamento
perteneces y cuál es el rango dentro del comité.
Te haces cómplice para que te protejan,
y diariamente inventas: Wow, qué aretes tan bonitos.
Ay, qué sexy, qué chistoso.
Te dicen quién es quién en la oficina.
Te preguntan qué hiciste antes, tu experiencia,
en cuántas factorías trabajaste.
¿Has tomado algún curso de inglés?
Con sonrisas forzadas y con autoridad de escalafones,
te recuerdan que ya estás en otro mundo.
Nunca contarás tu verdadera historia.
La congoja púrpura, angustiada,
tejerá estrategias para tus melindrosos juegos.
No entienden siquiera de qué hablas.
¿Qué estudiaste en una escuela de arte?
¿Para artista o bailarina?
A todas esas sinfonías sonríen advirtiendo
que hay que ponchar a las ocho la tarjeta
porque si llegas un minuto tarde
te han de apuntar en la libreta,
otra libreta también de disparates.
La inglesa que se cree la directora
del pequeño gavetín de refugiados,
tiene la tarea de entrenarme.
Para que yo no mire el teclado,
me ha colocado un cartucho en la cabeza,
claro está, le abrió unos cuantos huecos.
Y se ríen y se doblan de risa por la técnica.
Les explica a su público:
“tiene que aprender, no sabe nada.”
Pienso tanto en la sabiduría de mi madre.
Sus mandatarias clases de mecanografía
despreciadas por mí y tan odiadas,
financiadas con un sueldo tan precario.
Me repito, una y otra vez, al menos,
ahora pagan por este entrenamiento.

Magali Alabau
baumala1@hotmail.com  

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