Rosario

31-3-2013

Suplemento Literario Señales

 

Historias de la literatura de Rosario

 

La vuelta redonda del tiempo
Nota de Osvaldo Aguirre

El desaparecido bar Ehret fue el punto de encuentro de notables escritores en los años 60. Los que esperan el alba, la primera novela de Noemí Ulla, ofreció un testimonio de esa época y de sus protagonistas, en clave de ficción

 

El título de la novela refiere a un grupo de intelectuales que vivían fuera del orden habitual, en un espacio sospechoso para la ciudad.

 

 

La mesa y el vino

 

 

“Ibamos a una cervecería alemana, hoy enorme agujero vigilante de aquellas largas amanecidas, donde Diego presidía la mesa acogedora de cuantos se acercaran, hablando tanto de la revolución cubana como del significado de Perón, tanto del teatro de vanguardia como de una égloga de Garcilaso. La mesa y el vino, la dis­cusión y el acogimiento en general se extendían a alumnos y egresados de la facultad, como a los amigos de los amigos, algún protector y algún melancólico también, que hacía la noche recordando novias perdidas. Siempre se discutía y se madrugaban proyectos literarios, proyectos ideológicos y relaciones amorosas. Alguna vez la cosa terminó a las trompadas y más de una en escondidas lágrimas. Cuando se decía “esta noche nos vemos” se mencionaba tácitamente el Ehret”.

Los que esperan el alba

Rosario, años 60. Hugo Padeletti, Rubén Sevlever, Hugo Gola, Aldo Oliva, Luis María Castellanos

y Rafael Ielpi, en la librería Aries.

Entre fines de los años 50 y mediados de  los años 60 un grupo de escritores desarrolló su actividad en Rosario en un circuito que asoció revistas de existen­cia efímera, estudios de Letras en general incon­clusos o crónicos y la frecuentación de algunas librerías. El principal punto de encuentro, y su auténtico lugar de formación, fue un bar y restaurante, el Ehret, en la esquina de Santa Fe y Entre Ríos. La época, y los personajes, quedaron plasmados en un libro, Los que esperan el alba, la primera novela de Noemí Ulla, que ahora pue­de leerse como el testimonio de una época y de las preguntas y las reflexiones que preocupaban a los intelectuales rosarinos en los años 60.

 

Ulla fue parte del grupo junto con Aldo F. Oliva, Rafael O. Ielpi, Jorge Conti, Aldo Beccari, Carlos Saltzmann, Rubén Sevlever, Hugo Gola y Juan José Saer, los dos últimos cuando venían de visita de Santa Fe. También se agregaban, ocasionalmente, Horacio Pilar y Julio Huasi, de Buenos Aires. “La calle Santa Fe de entonces/ se abría como el Lago del Averno/ y sus riberas eran sospechosas”, escribió Oliva en “Epigraphica del Ehret”, un poema dedicado justamente al restaurante donde tenían lugar aquellos simposios informales.

 

Los que esperan el alba está fechada en octubre de 1965 y dedicada “a los amigos del Ehret”. Ese mismo año ganó un concurso organizado por la Dirección General de Cultura de la provincia, según el fallo del jurado integrado por Bernardo Verbitsky, Carlos Carlino y Augusto Roa Bastos. El libro se publicó más tarde, en 1967, cuando el grupo estaba disolviéndose, como parte de un proceso que justamente parece documentar la novela de Ulla.

 

La novela está ambientada en Rosario, pero la ciudad apenas aparece, más allá de un pasaje inicial en la costanera y de otro, hacia el final, en la plaza 25 de Mayo. Los personajes casi no salen de los bares o de los ámbitos cerrados en que se encuentran. Antes que acciones, o desarrollo de una historia,  lo que cuenta son las discusiones que se producen entre los protagonistas, escritores e intelectuales que se indagan acerca de la creación literaria, la militancia política, las relaciones personales e incluso por cuestiones de igualdad de género avant la lettre.

 

La narración está a cargo de Elsa, estudiante de Letras que hace traducciones para una editorial y padece las convenciones escolares sobre la literatura en una escuela donde da clases. Pero el punto de gravitación de los personajes es un poeta, Diego Raigal, transparente alusión a uno de los animadores de las reuniones en el Ehret, según reconoció la propia Ulla en una entrevista: “Ese personaje está muy cerca de Aldo Oliva, quien ejercía una fascinación poderosa entre los que tratábamos de superar tantos escollos para escribir”.      

 

Tan cerca está que hasta aparece como autor de “Caza mayor”, uno de los poemas de Oliva. Su influencia se percibe en el efecto que produce en los otros personajes, al ser el mediador de lecturas decisivas, como los poetas malditos. “Desordenadamente habíamos sospechado en ellos la existencia de un mundo diferente al que nos rodeaba o mejor, al que nosotros habíamos percibido hasta entonces. Pronto comprendimos que las interpretaciones sobre nuestros monstruos sagrados (...) eran sumamente deficientes y primarias”, dice Elsa.

 

La novela incluso alude a la experiencia de El arremangado brazo (1963-1964), una revista dirigida por Oliva, Ielpi y Romeo Medina, y al “reportaje al hombre de la basura”, una de las publicaciones que marcaron la posición estética e ideológica del grupo. El balance es negativo: “Esta ciudad no recibe lo que nosotros hacemos. ¿Qué eco tuvo nuestra revista? ¿Qué resonancia mayor fuera de un reducido círculo?”.

 

Los personajes femeninos dan pie a otros interrogantes. La figura de Elsa se opone a la de Milva, que dejó Letras para casarse con un médico y seguir una vida burguesa, y también a Laura, la esposa ejemplar de Alberto, uno de sus amantes. La discusión pasa por la libertad amorosa, la necesidad de romper con la familia y de enfrentar las convenciones sociales, la sexualidad y la represión. Las referencias al cine (Antonioni, Monicelli, Bergman), el teatro independiente y la música (Rita Pavone, Vinicius de Moraes y sobre todo el tango) completan un marco en que las lecturas de mayor gravitación parecen ser las de Georg Lukács y las de Simone de Beauvoir, ya en un plano de cuestionamiento, porque “lo que decía no nos sirve totalmente”. La relación con el peronismo es otro tema lateral, donde se plantea la contradicción entre el reconocimiento de las conquistas sociales y “la falta de libertad de expresión, las persecuciones, las delaciones” padecidas por los estudiantes universitarios.

 

La literatura, dicen los personajes de Los que esperan el alba, no se aprende sólo en las aulas y su lectura debe hacerse en el contexto de la cultura y de la historia. Diego Raigal es el portavoz de esas posiciones: “Planteaba la necesidad de comprometerse con lo que uno había elegido, el jugarse entero por aquello que entrañaba para uno la autenticidad. Diego tenía un repertorio enorme de conocimiento. Diego tenía sabiduría. Diego era sabiduría. Pero no aquella adquirida en la domesticidad de la cultura, la frecuentación planificada de las bibliotecas, en la frialdad de los recintos del intelecto”.

 

El título de la novela refiere al grupo de intelectuales que vivían fuera del orden habitual, en ese espacio sospechoso para la ciudad. “Nosotros esperamos frecuentemente el alba, pero cuando ésta llega, preferimos recogernos en la penumbra trabajosa de los interiores –dice Elsa–.  Más de una vez hemos dejado de hacerlo y cumplimos la parábola del día, dando una vuelta redonda hasta quedar envueltos en el tiempo”. El alba tiene así el sentido de lugar propio y de revelación por alcanzar, que no es una certeza sino un interrogante: “¿Algún día creceremos todos nosotros, suficientemente?”.

 

En el comienzo de la novela, Elsa atraviesa un “deambular incierto” después de una ruptura amorosa. Los interrogantes personales y grupales la conducen a una crisis, de la que sale con el propósito de cerrar el pasado y buscar algo nuevo. Ni siquiera la figura de Diego sale indemne de su cuestionamiento. El final la encontrará en un bar, un fin de año, “a la espera del alba, cumpliendo la vuelta redonda del tiempo”.

Nota de Osvaldo Aguirre

Diario "La Capital" (Rosario, Argentina)
3 de enero de 2013

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

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