Desde el cristal ahumado del poema
Ciudad, poesía, amor, sexo e historia en el libro “Kabanga” (Arboleda Ediciones, 2008), de Adriano Corrales Arias
Erick Aguirre | eaguirre@elnuevodiario.com.ni
Como un militante de la vida y de la literatura calificaría yo, desde mi modesta perspectiva de amigo relativamente lejano y como colega en las gozosas y libérrimas lides de la creación literaria y el siempre insaciado oficio de la crítica, al costarricense Adriano Corrales Arias, cuya honorífica ciudadanía nicaragüense es parte ya de las innecesariamente enunciables y rotundas obviedades que con satisfacción y gratitud fraterna asumimos en el gremio literario nicaragüense.

Pero, fraternidades aparte, hay que decir que Corrales Arias, quien es autor de seis libros de poesía, dos novelas, innumerables ensayos y varias antologías de narrativa y poesía (entre ellas “Poesía de fin de siglo”, una muestra de la poesía finisecular de Nicaragua y Costa Rica), está de nuevo de visita en Nicaragua para presentar su más reciente libro de poesía: “Kabanga” (Arboleda Ediciones, 2008).

Al igual que su inmediato predecesor (“Hacha encendida” --Arboleda 2008), aunque más extenso, más rico en diversidad de registros, giros lúdicos y alusiones, imitaciones, apropiaciones o extrapolaciones intertextuales, el libro “Kabanga” constituye a fin de cuentas un solo poema de largo aliento cuya fragmentación en partes el autor ha dispuesto consecutivamente y ha numerado de forma tal que podemos leer cada segmento como un poema autónomo que además es parte orgánica del otro gran poema que lo abarca; o como los fragmentos vinculantes de un gran total que vienen siendo, por ejemplo, los capítulos de una novela heterodoxa.

Compartiendo tres cosas en común, a mi parecer muy importantes, con Adriano –-que son: el hecho de ser centroamericanos, creadores literarios y críticos o exploradores de textos ajenos--, me parece adecuado situarme frente a su obra poética desde una perspectiva que trate de alejarse de la histórica y presuntamente insuperable antinomia de la crítica literaria mundial, dividida entre quienes buscan el principio del significado literario estrictamente en el texto, y quienes tienden a divagar en la simple descripción de los contextos históricos en que éstos fueron fraguados.

Aunque parezca demasiado utópico, para describir críticamente a un autor centroamericano de literatura, pienso que hay que tratar de situar su obra en lo que me parece su propio espacio natural, es decir, en el de la historia literaria a la que se atribuye ese espacio: el de la historia de los esplendores y de la máxima capacidad expresiva de la lengua en que ese autor se circunscribe, para ir decantando luego sus reales dimensiones y el sitio donde podrían o no calzar.

Bajo la sugestión estructural de su propia obra, y en una figuración de derivaciones descendentes (como las piezas de una matriushka rusa o el efecto cinematográfico ese tan común que empieza con la imagen del planeta que se va acercando paulatinamente hasta llegar al país, la ciudad, el barrio y la casa del protagonista) imaginemos o pensemos, por ejemplo, en el espacio literario mundial y descendamos hacia la literatura hispanoamericana, luego a la centroamericana, hasta llegar a la costarricense y a la obra específica de Adriano Corrales Arias; aspirando a permitirnos una interpretación específicamente literaria, aunque necesariamente también histórica, de sus textos.

En el espacio literario hispanoamericano, el poeta Corrales Arias y su obra, a mi entender, se circunscriben entre lo que algunos tienden a llamar neovanguardia y otros describen como las últimas postvanguardias del siglo veinte: aquellos conglomerados de autores que derivamos en especie de epígonos de la explosiva emergencia generacional de los 60, que de hecho constituyeron un claro y extraordinario corte o paradigma histórico y estético en nuestro continente.

En la víspera, Nicanor Parra y Ernesto Cardenal ya habían tomado distancia del surrealismo refinado y reticente, de la mesura compositiva, la retención imaginativa y la ausencia de audacia literaria para vérselas frente a frente con la realidad, que caracterizaron a la poesía inmediatamente precedente, es decir, la de los 40 y 50, especialmente en el cono sur y entre los cubanos de “Orígenes” o los “Contemporáneos” de México; cuya circunspección o atildamiento quizás obedecieron a cierta necesidad de atemperar las cabriolas, los quiebres, saltos, distorsiones y toda clase de experimentaciones con el lenguaje que emprendieron las primeras vanguardias.

Pero si esas primeras vanguardias, con excepción del Vallejo de “Trilce”, más cercano al dadaísmo, permanecían demasiado sujetas al surrealismo canónico pontificado por André Breton; y si hasta sus epígonos más audaces, como Octavio Paz, parecían ostensiblemente influenciados por el simultaneísmo de Blais Cendrars y Guillaume Apollinare; sería Parra quien, con su nuevo, directo, cáustico y escueto modo de representación, empezaría a operar el “saneamiento” de nuestra poesía a través de una propuesta paradójicamente antipoética, que finalmente resultó siendo (para las generaciones emergentes), aunque determinante y paradigmática, demasiado parca en el lenguaje y magra en la casi nulidad estética de sus formas.

Esas generaciones emergentes, alentadas por la obra de Cardenal y ya inoculadas por el lenguaje sibilino y sarcástico del que se valía la lúcida y corrosiva conciencia ideológica de Parra, operaron entonces un significativo viraje de influencias, volviendo su vista a la vanguardia anglosajona y a los más contemporáneos cultores del realismo norteamericano de mediados de siglo: asimilaron la consigna cardenaleana de aprovechar los artilugios de Eliot y Pound, y se apropiaron del dominio del collage, pero también de las formas abiertas y estalladas de los beatniks, tratando de revivir la capacidad adaptativa y moldeable de la poesía para alejarla de dos riesgos entonces extremos: la introspección monologante, neosimbolista, y la estrecha visión sociologista divorciada del poder ficcional.

En Centroamérica, la expresión más inquieta, más inconforme ante la ingente realidad, de la neovanguardia o últimas postvanguardias de los 60 y 70, se delineó inicialmente alrededor de ciertos autores emblemáticos, bastante visibles algunos y menos resonantes otros: Roberto Armijo y Roque Dalton, en El Salvador; Ana María Rodas y Otto René Castillo, en Guatemala; Roberto Sosa en Honduras; Fernando Gordillo, Beltrán Morales y Leonel Rugama en Nicaragua; Jorge Debravo, Alfonso Chasse y Mayra Jiménez, en Costa Rica.

Aun cuando algunos, como Sosa, resultan más mesurados y contenidos en las formas, y otros, como Castillo, que pese a ser combativos y directos produjeron textos más elaborados, rítmica y formalmente; todos estos poetas devienen, de una u otra forma, de la doble influencia Parra-Cardenal. En Dalton, Rugama y Morales, sobre todo, se conjugan el alejamiento parreano de las “bellas formas” o “supremas armonías”; su “anti-lirismo” y su corrosivo prosaísmo, con los dispositivos poundeanos pasados por el tamiz literario de Cardenal: dispersión y diversidad sucesiva, o entremezclada, en movimiento ya no simultaneísta sino cinematográfico de alusiones, exhortos, salmos y exabruptos, revelaciones o visiones instantáneas del abanico social, histórico o político de nuestras realidades.

Pero el anhelo de nuestros neovanguardistas de mediados de siglo por reinstalarse literariamente en la vertiginosa, dinámica y apremiante realidad inmediata, devino sin embargo, ya en las últimas décadas del siglo, en nuevas expresiones poéticas tendientes a conciliar o hibridizar lo coloquial, lo prosaístico, la eventualidad narrativa, con un lirismo ahora más desgairado, menos patético y ensimismado; más fluido, versátil y despreocupado en su decir, en su contar y su cantar. Y precisamente entre ese conglomerado de autores finiseculares es que pretendo, quizás antojadizamente, situar a Corrales Arias; es decir, en su natural espacio, desde el cual, junto a un grupo que incluye a Nidia Barboza, Oswaldo Sauma, Mía Gallegos, Erick Gil Salas, Guillermo Fernández, Carlos Cortés y Ana Istarú, entre otros, se expresa en la Costa Rica de hoy la más digna y emblemática expresión epigonal de las vanguardias del siglo veinte.

La obra poética de Corrales, especialmente la de “Kabanga” y “Hacha encendida”, se inscribe entonces entre esa oleada de poetas finiseculares, y tiene en común con muchos de ellos la forma en que el poeta se enfrenta o le habla a la nueva realidad circundante: haciendo visible una preocupación metafísica, ontológica o gnoseológica, obsesionada con sus más entrañables referentes literarios, de su relación existencial con los nuevos signos de la historia. Esto se traduce en una poesía en cierto sentido confesional, monologante y al mismo tiempo dialogante, aunque no egotista, ni desentendida tampoco de lo testimonial, ni de lo erótico ni de lo amoroso; sino todo lo contrario.

El hablante lírico, hasta cierto punto esquizoide o junesco, de “Kabanga”, aunque es una derivación de otras voces o de la misma voz de anteriores textos de Corrales en otros ámbitos, trata de entender o decodificar la realidad desde una perspectiva más cercana a la novedad de su propia naturaleza: la naturaleza de una realidad transformada y transformante, más dinámica y sutil, aunque no menos cruenta e ingente que la de mediados o finales del siglo pasado. Pese a haber derivado inevitablemente de los más visibles paradigmas de esos tiempos, es una poesía ya muy distinta del realismo explosivo de los 60 y 70; aunque la vida y la historia sigan siendo para ella ese oculto y persistente leit motiv.

Consciente de la importancia que para la aventura del poema tiene el conocimiento y la asimilación de las nuevas formas de significación del arte en la contemporaneidad, el hablante de “Kabanga” no sólo refiere las lecturas, obras y autores recurrentes o preferidos del autor, sino también, como un espejo deformante y transformante, reproduce la melancolía del paisaje urbano, las imágenes nostálgicas y vacías de la ciudad, el paisaje de puertas cerradas de sus barrios más desolados; las ruinas circundantes, los perros famélicos y los espectros desdentados que rondan por los bares más tristes en las trasnoches de Centroamérica, y que se reflejan multiplicados y obsesivos a través del cristal ahumado de sus poemas.

La eficaz recurrencia del tema erótico, o más bien, del amor sexual a la mujer; a todas las mujeres que son una sola en la vida del poeta, es una de las grandes virtudes de “Kabanga”, y sin duda se refleja en la nostalgia del hablante por sucesivas relaciones que se distinguen por su absoluto divorcio del sentido alienado o alienante de la sexualidad. Pero no es sólo el cuerpo o la geografía anatómica femenina convertida en signo, en clave recurrente del texto poético, en metáfora de su entorno existencial, lo que parece rodear al poeta en cada página del libro, o en cada una de sus confesiones a “Kabanga”; sino también el universo caótico que cotidianamente lo circunda, que lo envuelve y que determina los estados anímicos del hablante en cada poema, o en cada segmento de este amplio poema narrativo de Corrales Arias.

Porque es preciso remarcar aquí la condición de gran poema novelado de este libro “Kabanga”. Corrales ha desarrollado el texto, como dije al principio, en varias secuencias temporales, como los capítulos o segmentos de una novela, digamos, de Cortazar, que a veces es un haiku, otras un epigrama o un extenso poema en prosa; lo cual nos llama la atención hacia el desarrollo de ciertas tendencias en la literatura actual: la difuminación de fronteras explícitas entre los géneros, y que nos recuerda también lo que afirmaba Octavio Paz acerca de que, literariamente, no hay distinciones válidas entre la prosa y el verso. El texto de Corrales es uno de varios en nuestra literatura que actualmente nos advierten de la imposibilidad de distinguir una cosa u otra entre los distintos géneros, y lo hace aplicando en la práctica precisamente esa discusión e insertándola con eficacia en esa realidad literaria llamada “Kabanga”.

No son, entonces, solamente los devaneos del amor o el desamor, ni la conciencia de la culpa ni la sensación de pérdida o caída del ser humano de estos tiempos, lo que anima los textos de este libro, que son a su vez las confesiones melancólicas, nostálgicas, enervadas o eufóricas del hablante a un alter ego abstracto pero tangible llamado Kabanga; sino también la necesidad de recobrar la versátil capacidad de la poesía de apropiarse de todos los implementos posibles, alcanzables, para servir de espejo oscuro, poliédrico, de nuestras realidades.

Navega esta escritura en la entrañable relación del autor y sus íntimas confesiones a Kabanga, sobre una superficie tan voluble, compleja y cambiante como la cotidianidad o la historia, que se amalgaman con el hombre en el entorno citadino, en la nueva cultura que, pese a los atrasos regionales, nos hace a todos globales y cosmopolitas. Ciudad e historia; amor y sexo; arte e historia; el poeta y la historia en acción cotidiana, en constante mutabilidad formal, focal y discursiva. Kabanga y/o Corrales Arias son ellos mismos la ciudad, pero son también algo nuevo y distinto. Son su pregunta y sus respuestas, su negación y su abrazo rotundo: Son su conciencia y su poema.

Erick Aguirre

El Nuevo Diario
Nicaragua
julio 2009

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