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Ética, Política y Derecho
por Netzahualcóyotl Aguilera R. E.
tlacuilo.netz@yahoo.com

 

Tengo la percepción cada vez más firme, de que en este siglo XXI se darán grandes luchas por la ética; es decir, en contra de la moralidad aparente, de la honradez aparente, de la lealtad aparente, de la honorabilidad aparente, en fin, de la justicia aparente. Esta hipocresía que les seguimos imponiendo a nuestros descendientes como única forma de vida posible y que tiene tan confundida, desorientada, hastiada y amargada a nuestra juventud. Y seguramente será esa juventud la encargada de dar las luchas que no hemos sabido dar nosotros.

No sería la primera vez que esto sucediera; ya lo intentaron los mensajeros de la buena nueva integrantes de esa prodigiosa generación que Edmond Schuré plasmó en el hermoso libro que tituló Los grandes iniciados, entre los cuales comprende, en la última etapa de los cinco siglos anteriores a nuestra era, a Orfeo, Pitágoras, Buda, Platón y finalmente Jesús, el ungido o mesías que los judíos se negaron a reconocer como el redentor que aún esperan.

Ya lo acometieron también -entre otros- los humanistas del Renacimiento que pretendieron regresar a los orígenes de la doctrina cristiana, tan pervertida por la corrupción entonces reinante en el mundo “occidental”, en una situación muy similar a la que estamos atravesando ahora y contra la cual se está manifestando su nuevo pastor Francisco, el primer papa latinoamericano, más cercano que los anteriores a la Teología de la Liberación.

Y lo emprendieron, asimismo, contemporáneos nuestros como Thoreau (en el siglo XIX), Tolstoi, Gandhi o Juan XXIII (en el siglo XX), maestros que nos recuerdan que el único camino que lleva a la paz con justicia, es el amor al prójimo y el desprendimiento de las posesiones materiales.

 

Como producto del Renacimiento y la rebelión de las monarquías del septentrión europeo en contra del centralismo teocrático romano, la Revolución Industrial marcó el fin del oscurantismo medieval absolutista, con base en la deslumbrante teoría filosófica compendiada en el lema: “libertad, igualdad, fraternidad”, bajo el novedoso y radical principio de que la soberanía de las naciones no reside en Dios sino en el pueblo, con lo cual se eclipsó el papado como transmisor del poder hereditario.

 

Abrevando en el pensamiento francés y en la acción de la atrevida y naciente burguesía inglesa, los puritanos que fueron expulsados o huían de aquella pecadora sociedad llegaron al Nuevo Mundo buscando la tierra prometida, pero finalmente desistieron de sus propósitos metafísicos y crearon un nuevo país al independizarse de la corona británica.

 

Estados Unidos de América surgió entonces como un nuevo modelo de nación, predicando una interpretación moderna de la democracia griega. Muchas naciones del mundo y principalmente de América Latina, imitamos al portador de la buena nueva: desde su nombre no propio Estados Unidos hasta su sistema federal.

 

Pero he aquí que la teoría filosófica fue muy pronto mutilada por la práctica descarnada de la libre competencia, pues del admirable lema positivista original fueron diluyéndose poco a poco la igualdad y la fraternidad, quedando solo el primer concepto, pero corrompido: es el que ahora tanto se ensalza en todo el mundo como la libertad de comerciar, de enriquecerse, de manipular, en fin, el libertinaje de los mercaderes apoyados por sus aliados tradicionales: los gentiles que dominan por la fuerza de la ley y la charlatanería; los centuriones que destruyen las soberanías ajenas con el pretexto de defender la del mundo supuestamente libre, al que esquilman; y los nuevos escribas y fariseos hipócritas -como los llamó Cristo- que dominan las conciencias por el fanatismo que crece como la mala yerba en el erial de la ignorancia y el temor a un castigo imaginario en un fuego eterno igualmente quimérico.

 

Así ocurrió que desde su propio nacimiento, al país ejemplar que todos creían impoluto y excelso le brotaron los colmillos del lucro liberal que desembocó en el capitalismo expoliador y en el apetito de conquista. El resultado fue que aquél recién nacido en el pequeño territorio de las trece colonias iniciales se convirtió por medio del fraude, la traición y el pillaje en la potencia más poderosa de la historia.

 

Y ahora, enarbolando el nombre de Dios, de la Ley, de la Libertad y de la Democracia, ese país extorsiona, invade a sangre y fuego, saquea las riquezas de los países desvalidos y se nutre, como las hienas, de la carroña de los muertos. Además se enriquece destruyendo el equilibrio ecológico porque es tan ególatra, que no le importa que sus propios descendientes languidezcan en un planeta depredado. Pero aquí no pasa nada. La ONU, a la que ultraja el imperio con la más tranquila insolencia, no es más que el parapeto que utiliza para simular que hay democracia en el mundo.

 

INJUSTICIA PERENE. El género humano ha pasado miles de años buscando una forma de organización política que reduzca la injusticia, causa de la desigualdad que provoca la explotación de los más por los menos. Después de más de dos siglos de aplicación práctica, la democracia moderna evolucionó desde la Monarquía Constitucional hasta la República Socialista, pero lo que prevalece es el despotismo disfrazado.

 

MÉXICO NO ES EXCEPCIÓN. Lo vemos en cada candidato que con el mayor cinismo promete obtener, en su minúscula gestión, la justicia que no han conseguido millones de mexicanos sacrificados al pretender alcanzarla desde el momento mismo de la conquista.

Pues si bien la Revolución nos dio cierta estabilidad (autodeterminación política, autosuficiencia agrícola y energética, educación laica y gratuita, política cultural altamente reconocida en el mundo entero, potente intento de industrialización, etc., por todo lo cual América Latina llegó a considerarnos el hermano mayor), finalmente dicho progreso se extinguió por causas tanto internas como externas, a manos de los verdugos de siempre: el capitalismo, la indolencia producida por la ignorancia que cultiva el fanatismo y los traidores a la Patria que no se atreven, por ejemplo, a eliminar una de las causas de la violencia liberando el comercio de las drogas prohibidas, por no molestar al imperialismo financiero que es el gran beneficiario del negocio.

 

NO MÁS VIOLENCIA. El pueblo está harto de violencia porque es el que aporta los difuntos solo para cambiar a unos explotadores por otros. En tan solo cinco sexenios de neoliberalismo, más el presente, el gobierno mexicano, servil al imperio y en contubernio con lo que eufemísticamente llaman reformas estructurales privatizó y sigue entregando a la iniciativa privada nacional y extranjera privatizando -mediante las mismas reformas neoliberales y en abierta violación de la letra y el espíritu de la Constitución de 1917- el patrimonio nacional generado con tanto esfuerzo. Y sin dejar de reconocer algunos avances con la reforma educativa y la tímida fiscal, hasta ahora nos destacamos por ser el país que más multimillonarios y más pobres ha producido en América Latina, lo cual es lógico porque no puede haber miseria sin acaudalados, ni opulencia sin pobres que la engorden.

 

A sabiendas de ello, sin embargo, el pueblo seguirá llevando a cuestas esa pesada carga de parásitos, porque no le encuentra sentido a continuar sacrificando más vidas infructuosamente.

 

INCONGRUENCIA, LA CAUSA. Así como los seres humanos nos traicionamos a nosotros mismos ocasional o frecuentemente cuando al traducir deliberadamente ideas diferentes y hasta opuestas a las que nuestro cerebro genera; y peor aún: cuando nos traicionamos a nosotros mismos al actuar de manera diferente y hasta opuesta en relación con lo que expresamos, es lógico que la colectividad integrada por seres humanos tan inconsistentes, irresolutos o tramposos, actúe de la misma manera.

 

LA ÉTICA. En el caso del individuo, nuestro pensamiento se guía moralmente por lo que llamamos fuero interno, juez implacable que nos hace un cargo de consciencia cada vez que transgredimos normas, ya sean adquiridas del medio que nos rodea o generadas por nuestro raciocinio; de la misma manera la sociedad, suma de sus individuos, posee valores generales como libertad, solidaridad, justicia...

LAS LEYES. Esos principios éticos se traducen en leyes escritas que se difunden para que la sociedad entera los conozca y se comporte idealmente de acuerdo con ellos.

 

LA TRANSGRESIÓN. Pero he aquí que, al igual que en los procesos mentales individuales, hay leyes justas apegadas al principio ético -que conocemos como espíritu de la ley- pero también hay otras que lo distorsionan para beneficio de las clases explotadoras; esas leyes injustas invitan, por sí mismas, a ser violadas por el pueblo trabajador que es el que llena las cárceles.

 

LA CORRUPCIÓN. Por otra parte, las leyes justas que son transgredidas por los poderosos para obtener gigantescos beneficios, provocan el surgimiento de la corrupción mediante el soborno de los supuestos encargados de hacer justicia, soborno mediante el cual evaden el castigo para continuar ostentando el “honorable” nivel social, económico y político de que disfrutan. 

 

EL DERECHO. Aquí interviene el Derecho, que pretende conciliar conflictos y apoyar indefensos. Sin embargo, los juristas que lo practican no siempre se guían por los valores que deberían respetar, sino por intereses materiales que tuercen las sentencias, prevaricando el propósito final que es el valor Justicia. La corrupción crece.

 

LA POLÍTICA. Si bien hay políticos que se distinguen por su rectitud ética y legal, son multitud los que hacen mal uso del poder imposibilitando su propósito esencial que es el bien común. Aquí llegamos a la máxima corrupción, en donde se cometen las mayores chapucerías, hipocresías y traiciones, porque sus promesas incumplidas y sus acciones fraudulentas afectan al pueblo entero. Es en este terreno en donde encontramos a los mayores traidores a la Patria.

 

Netzahualcóyotl Aguilera R. E.J

La Jornada (Aguascalientes, México)
Viernes 5 de julio 2013 

Autorizado, para Letras-Uruguay, por el autor

 

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