La Isla Negra crónica de Marjorie Agosín
La casa de Pablo Neruda en Isla Negra foto de Consejo de Monumentos Nacionales (CMN) - Chile |
Y aun cuando me vendasen los ojos amordazados y sangrantes, aun cuando las navajas tan dulces, tan temibles se acercaran a las pupilas iluminadas de mis ojos, aun así sabría que estoy llegando a casa acercándome muy cerca a Isla Negra junto al Mar. En la isla, al cumplir los cinco años de edad, mi madre con sus cabellos cobrizos y esos ojos de agua clara, me dijo: en este lugar tienes parte del universo: las rocas desafiantes pero tiernas, el mar intempestuoso pero fiel a su majestuosa delicadeza, y todas las madreselvas de la tierra. Con estas certezas y estos obsequios, me fui feliz, segura y triunfadora con los bolsillos llenos de luz. Ahora entre los dolores y los hijos muertos, me busco un tanto náufraga en los espejos del miedo, entonces, veo aproximarse el cabello cobrizo de mi madre y mis bolsillos asomándose junto a la luz del sol. Esas sabidurías o mejor dicho esos trozos de vida son los legados que adquirí en Isla Negra, sí esa misma Isla Negra querida por Neruda y por tantos otros. Pero la Isla no es isla ni es negra, tan sólo o mucho más que una caleta de pescadores a unos sesenta kilómetros al norte de Santiago. Nadie sabe el motivo de este extraño nombre pero tal vez aquí reside parte de su encanto. Pablo Neruda por los años treinta comenzó a construir una casa colgada del cielo y el mar. Poco a poco, fue edificando cuartos de madera y estrellas abiertas desprendiéndose del cielorraso, llenó la Isla Negra de mascarones de proa y misteriosas caracolas que aún guardan en sus corolas todos los sonidos del mar. Crecer en Isla Negra, caminar por esos senderos de tierra fresca, perderse en los jardines de hortalizas y más que nada aprender a perder el tiempo en su dimensión más pura e imaginativa, fueron, son, seguirán siendo los legados más entrañables de este territorio junto al mar. No sólo Isla Negra está llena de costaneras bordeando precipicios repletos de vuelcos inesperados sino que, las mujeres de la isla son personajes amarrados a la tierra, tienen rostros de pan y son buenas. En Isla Negra también hay bordadoras. Se parecen al territorio que las rodea. Son discretas en su vestuario, tienen un caminar muy lento y seguro. Sin embargo, cuando comienzan a desplegar sus bordados, todo en la isla iluminada, el océano desatado, las arenas llenas de ágata, las gallinas corriendo enloquecidas por los campos, las puestas del sol — toda la naturaleza y esos obsequios en mi bolsillo —, cobran un toque indescriptible hermoso. Esta es la Isla de Neruda, ésta es la isla de nosotros, ésta es la isla donde los amantes regresan para hacerse las mismas promesas de los sueños del buen y del mal amor. Porque a la isla se regresa como una constante inseparable de las mareas, de las puestas de sol, de los diferentes y cautivantes olores a flores que asedian el litoral. En la playa, cuando la luz cae y se desparrama en una letanía asombrosa que me recuerda a pequeños collares de pájaros desprendiéndose de un cielo ancho, es posible divisar a parejas tomadas de la mano besándose tan lejanas junto al mar iracundo que también responde al abrazo crecido y doliente. Es posible verlos frente a la casa de Pablo Neruda recitando el poema 20 o la canción desesperada. La casa de Pablo Neruda no sólo se ha convertido en el santuario del amor sino en el de la libertad. Duele el alma cuando esa casona suspendida del cielo, llena de campanas, flores amarillas y mascarones de proa permanece vacía, cerrada, congelada por las autoridades militares. Un inmenso letrero colgado de un árbol muy enfermizo dice "Casa cerrada no se visita". Sin embargo son millones los que llegan para el Santo de Don Pablo, para la fecha de su muerte, en septiembre de 1973, veintiún días después del golpe militar. En las rejas de finas maderas que adornan su casa, se inscriben mensajes, cosas como, "Pablo siempre vivirá entre nosotros", "Ayúdanos Pablo", o "Viva Chile Libre". A esa casa no la cerrarán jamás, porque sería tan imposible como guardar los sonidos del mar o esas campanas que alumbran el cantar de los vientos, o como exterminar todas las ágatas de la arena. Camino en dirección hacia arriba lejos del mar porque en toda esa extraña geografía de la Isla, aparecen frondosos bosques de eucaliptos. El olor permea todas las porosidades del cuerpo y el ruido del mar constantemente, acariciándonos. Soy feliz, recuerdo estos paseos cotidianos con un hombre a quien amé y tal vez en este amor supe deambular por los espejos invisibles de la Isla Negra. Aún me miro en ellos y entre los umbrales de la vigilia me veo. El aún vive, pienso que no morirá jamás. Tiene cuarenta años más que yo, su pelo es un almohadón gigante de sabiduría blanca y erotismo. Me llevó un día a la Isla, nos perdimos a propósito para encontrarnos en el bosque. Me invitó a su casa, a sus habitaciones llenas de música y colores. Me fui quedando por muchos años en su casa, un poco lejos del mar y de mí misma, pero cerca de los eucaliptus. Permanecíamos todos los veranos muy juntos, hablándonos en silencio, riéndonos a veces, discutiendo con su vanidad tan típica de los hombres mayores cuando el éxito les llega demasiado tarde. Aún ahora nos queremos, la Isla me recuerda sus manos siempre tibias, siempre generosas y dispuestas a recibir las mías porque el amor en las soledades es un pequeño cuchillo raspándome. Las noches de la Isla me recuerdan a vino caliente, uvas a la medianoche y sus pies tan generosos como sus manos. Sí esas manos que lavaban mi cabello y me ayudaban a secarlo con toallas mezcladas con sabor a eucaliptus y a maderas de raulí. Sigo avanzando en una pequeña huerta y de pronto, la casa de la Teresita, la mística del pueblo cuidando su huerta de lindas hortalizas. Teresita tiene dos dientes de tanto reírse y su cara azotada por los vientos de los sargazos, guarda una lozanía que resplandece. Es una de las bordadoras más antiguas y en sus trabajos se transmiten los dolores del cielo y el infierno, las penas del alma como también el amor a Dios. Ella me cuenta que lo inventa todo en el sueño y que después, al amanecer, cuando su marido Joaquín ronca, traslada esos brillantes colores a la tela. Ayer me cuenta que entre los velos de un sueño nebuloso vio a su mamacita toda radiante y ésta le dijo: Tere Tere aquí estoy. Dice que había venido muy hermosa todita vestida de blanco como para hacer una primera comunión y ya Teresita comienza a elaborar cómo la visita de su difunta madre aparecerá en la tela, dice que quiere mucho amarillo para el brillo en su vestido blanco. Me despido de la Tere, cruzo otro camino de piedras hasta llegar a la casa de la Eudovijes que siempre tiene un comedor lleno de hambrientos a pesar de que ella no siempre tiene qué comer. Sin embargo, consigue porotos, repollos, gallinas y huevos frescos de la costa que ella recoge, y los celebra cubriéndolos de alimentos. Se hace claro y oscuro en Isla Negra porque el cielo comienza a adormecerse de amarillos y anaranjados. El mar después de esas intensas escapadas movedizas que tocan las rodillas de los caminantes se retira para adormecer a los habitantes de la Isla y a los que se quieren junto a los cuartos frente al mar. Desciendo por un camino de piedras, las luciérnagas florecen al compás de las flores malvas y amarillas. Me acerco cada vez al mar para que también me cobije con esa suavidad del oleaje. El cielo cobra formas de alondras y mariposas del atardecer. Me acerco cada vez más al mar, le toco la punta de la nariz y un gran silencio se apodera del espectáculo de la tarde, los que se aman se toman de la mano, encienden velas en la casa de Don Pablo, le piden cosas como un beso eterno, y una luz muy a lo lejos, no sé si será de algún faro perdido o del dormitorio de Don Pablo, se enciende, pestañea, ilumina. Esa casa vacía con el fatídico letrero donde dice "No se visita" permanece abierta para los que aún pueden ver con el corazón. Yo regreso cuesta arriba a la casa lejos del mar y aunque las manos de aquel hombre, a quien amé en Isla Negra se han empequeñecido y la desesperanza ha enfriado el candor de los pies, él me está esperando y sus manos comienzan a lavarme los cabellos, a secarlos con las ramas de eucaliptos, a calentar el vino con azúcar y canela. Hoy nadie se ha muerto en Isla Negra, se han abierto las casas. Hoy todos hemos regresado y Teresita nos sueña en un bordado de brillos. |
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crónica de Marjorie Agosín
Publicado, originalmente, en: Inti: Revista de literatura hispánica Numero 24-25 1986
Link del texto: https://digitalcommons.providence.edu/inti/vol1/iss24/21
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