Hablar y oír - Saber y poder.

La poesía de Juana de Ibarbourou

Ensayo de María Teresa Aedo

Universidad de Concepción

ABSTRAGT

Esta investigación estudia la poesía de Juana de Ibarbourou desde Las lenguas de diamante (1919) hasta Mensajes del escriba (1953), en sus relaciones con las redes de fuerza de los discursos patriarcales. Describirnos las estrategias lingüísticas propias del discurso ibarbouriano y el modo en que van configurando un decir y un saber distintos, que desarticulan la imagen convencional de mujer construida por los elementos fundamentales del saber-poder patriarcal, desenmascaran sus efectos de dominación y proble matizan las posiciones establecidas para constituirse en sujeto discursivo en el marco de las relaciones de poder y de saber imperantes.

This research studies Juana de Ibarbourou's poetry from Las lenguas de diamante (1919) to Mensajes del Escriba (1953), in liieir relation tuith the patriarchal discourse of strengths. We describe the own ibarbourian discourse and the way in which it configures different saying and knoum. Furthermore, it desarticulates the women s conventional image built Jjy the fundamental elements of patúarchal knowledge and power, unmasking the dominance andproblematic effects at stablished social position. All this in order to constitute a discoursive subject xvithin the knoivledge —power imperative relations.

Nuestra investigación aborda el estudio de los siguientes textos poéticos de Juana de Ibarbourou: Las lenguas de diamante (1919), Raíz salvaje (1922), La rosa de los vientos (1930), Perdida (1950), Azor (1953) y Mensajes del escríba (1953)[1]. Los tomamos en su conjunto por cuanto los percibimos estrechamente relacionados por un mismo y particular sistema de significación, que les otorga una gran coherencia interna y los integra en un proceso dentro del cual estos textos van marcando distintos momentos claves. Postulamos que esta serie de textos poéticos conforma un discurso que crea una sujeto que es objeto para sí misma y que emerge en los intersticios de las redes de fuerza del saber-poder patriarcal[2] como una sujeto en permanente contradicción con la imagen de mujer portada por los discursos hegemónicos. Se trata de un proceso discursivo que despliega la constitución de una sujeto en relación a los siguientes elementos del saber-poder patriarcal sobre la mujer: la percepción de la mujer como cuerpo, en oposición a intelecto; su definición como ser para el amor, en una posición de subordinación al varón; la asignación a la mujer de los valores del sentimiento y de la moral convencional; la identificación de la mujer con el espacio de la Naturaleza, en oposición a Cultura; la asignación a ella del espacio cerrado de la casa; y, como trasfondo de todas estas concepciones, la reducción de la mujer a la categoría de lo inmanente, a diferencia del varón que tiene abierto el espacio de la trascendencia. A lo largo de su desarrollo y en la relación de tensión que mantiene con el saber dominante, el discurso ibarbouriano construye un saber propio sobre el ser mujer y, además, un saber que pone de manifiesto que la condición de sujeto depende de la posesión del discurso, éste aparece no sólo como un lenguaje sino como una posición de poder que califica para decir y determina la eficacia de lo que se dice.

El saber propio del discurso poético ibarbouriano surge del sistemático desenmascaramiento de los efectos de dominación implicado en la concepción genérica tradicional de la mujer, desenmascaramiento que se logra mediante la aplicación de determinadas estrategias discursivas entre las que destacan: la ambivalencia, los desplazamientos semánticos, las disposiciones en contraste, las relaciones de especularidad e inversión y los procedimientos de enmascaramiento. Estas estrategias van formando un sistema de regularidades que se define por una dualidad que va mostrando lo decible y lo indecible, lo visible y lo invisible en la imagen de mujer que se impone como dominante en el momento histórico-cultural en que este discurso emerge, de modo que lo convierten en un espacio de resistencia a reproducir el saber sancionado y a hablar con el discurso estatuido.

El proceso discursivo de la poesía ibarbouriana aparece definido por el deseo de construir una identidad y apoderarse de la palabra para constituir a la sujeto; en este proceso distinguimos cinco momentos claves integrados en la constante tensión entre palabra y silencio, luz y sombra (o lo visible y lo invisible). En el primero, conformado por LID (1919) y JRS (1922), se funda un lenguaje especular a través del cual se desarticulan las concepciones patriarcales sobre la mujer. El segundo momento —LRV (1930)— se distingue por un cuestionamiento del fundamento racional patriarcal de la realidad visible y del discurso decible. En el tercero —Perdida (1950)—, se produce el enfrentamiento de la sujeto con la polaridad inmanencia/trascendencia. En el cuarto momento, constituido por Azor (1953), la clave del ser, la palabra y la trascendencia se busca en Dios. En el quinto —ME (1953)—, culmina este proceso discursivo con la renuncia de la sujeto a la voz y al objeto del discurso ante la imposibilidad de apoderarse de él y ocupar un lugar reconocido para emitirlo.

Siguiendo los plantamientos teórico-metodológicos de Michel Fou-cault sobre el discurso, hemos analizado la poesía de íbarbourou desde una perspectiva que considera la vinculación e inserción de los discursos en las prácticas sociales, las condiciones históricas del significado y las posiciones desde las cuales los textos son producidos y recibidos. De acuerdo con Foucault, el discurso es “un conjunto de enunciados... que dependen de una misma formación discursiva” (Foucault, 1977, 198), identificable si entre los objetos, los tipos de enunciación, los conceptos

y la elecciones temáticas se pudiera describir una regularidad, es decir, un orden, correlaciones, posiciones en funcionamiento, transformaciones; todo lo cual implica una disposición particular de los saberes (Id,, 62). En el concepto de formación discursiva podemos distinguir dos niveles. Uno que funciona como principio de aceptabilidad para un conjunto de formulaciones —es decir, determina aquello que puede y debe ser dicho— y, al mismo tiempo, funciona como principio de exclusión —determina aquello que no puede o no deber ser dicho— (Courti-ne, 1981, 49). El segundo nivel es el de la formulación o de las secuencias discursivas concretas y constituye una reformulación posible de los enunciados en tanto elementos del saber de la formación discursiva en que se inscribe el discurso (Ibid.).

Consideramos además con Foucault, que el discurso es un espacio atravesado por líneas de fuerza, de modo que saber y poder se articulan en él, entendiendo el poder como una multiplicidad de relaciones de fuerza que penetran el conjunto de las relaciones sociales produciendo efectos de dominación a partir de estrategias específicas que, no obstante, constituyen tanto factores de coacción como de productividad, al generar también prácticas, saberes y deseos (Foucault, 1979, 182). En consecuencia, la noción de represión no basta para describir y analizar el funcionamiento del poder; del mismo modo, el universo del discurso no se encuentra dividido entre el discurso dominante y el discurso dominado, sino que debe concebirse como una multiplicidad de elementos discursivos que se integran cada vez en estrategias distintas. En el juego complejo y cambiante de relaciones entre poder y discurso, éste puede ser al mismo tiempo instrumento y efecto del poder, pero también un punto de resistencia a él (Foucault, 1978, 123). Dentro de estas relaciones, el discurso no es solamente lo que revela o encubre el deseo, sino que él mismo es también objeto del deseo, es “aquello por lo que, y por medio de lo cual se lucha, aquel poder del que quiere uno adueñarse” (Foucault, 1987, 12).

Nuestro análisis del discurso poético ibarbouriano se sitúa en esta perspectiva y está orientado a describir las relaciones de saber-poder que lo atraviesan y que tienen en él efectos perceptibles en su organización, en su selección temática, en la transformación de los elementos que lo componen y en sus estrategias discursivas propias. En virtud de ellas, este discurso emerge como una fuerza que tiene a su vez efectos de poder en el campo de relaciones en que se inserta, formando parte de un movimiento de cambio en la distribución de saber-poder en torno a los discursos literarios producidos por mujeres hacia la década del veinte en el cono sur de Hispanoamérica.

Primer momento del discurso:

Las lenguas de diamante (1919) y Raíz salvaje (1922).

Desde el silencio a la palabra y desde objeto a sujeto del discurso

La singularidad de este primer momento del discurso radica en la constitución de un lenguaje propio que funciona estableciendo relaciones especulares y que permite verbalizar aquello que se va descubriendo sobre la identidad femenina, percibida como un “misterio” por develar tras la imagen convencional de mujer propuesta por los elementos básicos del saber-poder patriarcal. Este lenguaje especular se designa como “lenguas de diamante” y a través de él se van mostrando tanto los anversos como los reversos, las luces y las sombras de la imagen sancionada, de manera que se va socavando la validez de tal concepción de la mujer al revelarla como reductora y limitante.

De acuerdo al análisis del poema pórtico del primer texto de la serie —LID—, titulado también “Las lenguas de diamante” (3s), este lenguaje especular se configura a partir de las siguientes oposiciones:

silencio

hablar

lenguas de diamante

lengua de ceniza

ojos, pupilas

lengua miserable

diálogos supremos

ofensa la palabra

misterio

ruptura del misterio

El lenguaje deseado por la hablante no es un lenguaje articulado, hecho de palabras, sino un lenguaje hecho de silencio, capaz de decir el misterio, lo incognoscible, lo oculto que tiene lugar entre dos amantes y que constituye el secreto por develar. Este lenguaje distinto al de la palabra es el de las miradas y se identifica con la luminosidad, el valor incalculable y la perdurabilidad del diamante. Frente a él, el lenguaje de la palabra aparece como destructivo, falaz, efímero y despreciable. Además, a diferencia de la palabra —“lengua”—, el lenguaje de la mirada es un lenguaje plural, múltiple —“lenguas”— que se diversifica como las irisaciones que irradia el diamante. Asociadas al silencio, las “lenguas de diamante” son también una gestualidad, que comunica de otra manera y más perfectamente; los ojos son un medio de calar en el misterio sin destruirlo y hacen posible una forma distinta de expresarlo a través de las imágenes, del juego plural de los reflejos que se proyectan entre las miradas de la mujer y del varón.

Fundamentalmente por medio de la aplicación de esta estrategia de especularidad, combinada con la de ambivalencia, se desarticulan los siguientes elementos del saber-poder patriarcal sobre la mujer:

—La definición del ser femenino como cuerpo: el discurso descubre la contradicción de definir un sentido de la vida y del ser —del ser mujer— en un factor ‘esencial’ que no permanece en el tiempo, en un cuerpo que en el presente ya es muerte, que ya no es. Esta desarticulación se realiza a través del tipo de relaciones que se establece, por ejemplo, entre los poemas “La hora” (7s) y “Laceria” (40), donde el segundo es el reflejo invertido del primero. Si en “La hora” el cuerpo femenino visto por el otro tiene “cabellera sombría”, “risa de campana”, “piel de rosa”, “dalias nuevas y nardos en las manos”, es “carne olorosa” y “corola fresca”’; en “Laceria”, en cambio, y según la mirada de la propia hablante, “los cabellos son tierra”, la “risa es hueco sonido de campanas”, “las manos son polvo” y “comida de gusanos”, el cuerpo es “carne mentirosa / Que es ceniza y se cubre de apariencias de rosa”. Este saber afecta incluso al ser del otro —del varón—, también él no es más que muerte, “Polvo que busca al polvo”, de modo que su ser aparece socavado por el juego que él mismo instaura.

—La concepción de la mujer como cuerpo objeto de deseo para el otro, el amante, se transgrede representando el cuerpo femenino como cuerpo deseante. Esto es perceptible en la ambivalencia que rige el sistema de imágenes utilizado; en “ofrenda” (28), por ejemplo, el cuerpo joven y bello que la hablante ofrece al amado es “sangre-fuego”, “carne-cera” y tiene “Un ascua viva encendida / En lugar del corazón”. Es decir, la hablante descubre su cuerpo como el lugar de una pasión y de un deseo propios.

—La dicotomía cuerpo/alma está socavada por el establecimiento de una dualidad, una ambivalencia, en que el alma de la hablante es representada con los mismos rasgos con que se ha definido el cuerpo. En “Pasión” (15), por ejemplo, si bien el alma es pura, “tan blanca como lirio”, también es pasional, “como una brasa roja”, y su deseo consume al cuerpo con “Un rastro calcinante como un surco de fuego”: el alma es cuerpo, y la sensualidad y la espiritualidad coexisten en el interior del alma, en una dualidad que tiende a anular esta dicotomía que está en la base del discurso moral patriarcal.

—La concepción de la mujer como Naturaleza se desarticula revelando el espacio de la naturaleza como una construcción artificial, al representarla según los códigos de la literatura pastoril en los 21 primeros poemas de la III Parte de LIA). En los 18 poemas restantes de esta sección, a este espacio ficticio se opone lo real, lo cotidiano, la temporalidad y una vida presente de la hablante signada por el dolor y el deseo. De modo significativo, se desarticula también por medio de la imagen “raíz salvaje” que da título al segundo texto que integra este primer momento del discurso. Ser mujer es ser “raíz salvaje”, pero esta imagen es ambivalente:

si por una parte ser raíz salvaje proporciona una plenitud de unión con la Tierra y lo cósmico, e incluso puede otorgar una trascendencia de tipo pan teísta (“Carne inmortal”, 102); ser raíz también implica una condición de fijeza y de inmovilidad —“Yo aquí tan inmóvil / Cual si fuera una piedra que nada ha de mover” (“Inmovilidad”, 96s)—, que impide recorrer otros espacios abiertos y desconocidos. Descubrir que ser naturaleza es una condición fundamentalmente restrictiva hace surgir el deseo de libertad, tan acuciante como frustrado: “¡Ya me agobia el cansancio de soñar imposibles! / ¡Se ha hecho espina mi ansia de tocar y de ver!”. La libertad, definida no sólo como la posibilidad de desplazamiento sino también de conocimiento, es lo que se encuentra negado cuando se es “raíz” o “piedra”, es decir, cuando se es mujer: “Cuando así me acosan ansias andariegas / ¡Qué pena tan honda me da ser mujer!” (“Mujer”, 117).

—La concepción de la mujer como ser para el amor se revela como una relación desigual, de sometimiento, de subyugación de la mujer al varón; esta relación de fuerzas queda de manifiesto en el sistema de imágenes con que se representa tanto a la hablante como al amado. En “En fuerte lazo” (12s), por ejemplo, la hablante es “acacia”, “lirio”, “manantial” y “falena” que crece, florece, fluye y da alas para el amado; éste, en cambio, es “hacha”, “tijeras”, “sed” y “red” para talar, cortar, beber y cazar a la hablante[3]. Se descubre, además, que el ser encontrado en la relación amorosa no es más que una imagen o un reflejo proyectado por el espejo de la mirada del otro; y esa imagen no corresponde al lado luminoso, sino al lado oscuro del espejo: “En tus ojos sombríos me he mirado / Como en el agua de dos lagos negros / Yun vértigo de abismo tenebroso / Me ha hecho temblar de angustia” (“Magnetismo”, 43).

Finalmente, en este primer momento del discurso persiste un deseo de la hablante que no queda satisfecho por estas identificaciones, en estos lugares o posiciones asignados: “Una inquietud constante que no calman los labios del amante” (“Inquietud”, 30). Es un deseo femenino que está más allá del ser-para-otro y que cae fuera de lo visible y de lo decible dentro del saber-poder dominante.

Segundo momento del discurso:

La rosa de los vientos (1930). El deseo de otro orden

Al igual que en el primer momento, el discurso de LRVse configura como la búsqueda de un saber y de un decir. El rasgo diferencial de este segundo momento reside en que en dicha búsqueda el discurso se enfrenta no ya a determinados elementos del saber-poder patriarcal, sino directamente con el principio que los origina, esto es, la razón patriarcal como un sistema de pensamiento o de construcción de la realidad que procede por dicotomías, por la distinción de categorías que se oponen entre sí impidiendo la conjunción[4]. Entre estas dicotomías destacan como fundamentales las de lo racional y lo irracional, lo exterior y lo interior; en relación a ellas, la hablante de LRV se configura como interioridad o subjetividad, determinada por la realidad exterior y, a la vez, opuesta a ésta tanto como al sistema racional. Se trata de una subjetividad que se autopercibe como lo no visible y lo no audible dentro del orden de lo real y que se define como deseo de constituirse dentro de dicho orden, de hacerse visible y formulable, pero no ya como una derivación o producto de lo Mismo, sino como una individualidad autónoma, una identidad propia y distinta, dotada de un espacio, de una figura y de una voz.

El poema pórtico “Despertar” (127s) proporciona las claves de todo el discurso de LRV. El poema está estructurado sobre la oposición entre los espacios “día” y “noche”, signos del ámbito exterior o realidad y de la subjetividad de la hablante, respectivamente. El día se perfila como el espacio de una 4 vigilia enemiga”, de una luz agresiva, de una claridad que es “braserío que quema las retinas”. La noche, en cambio, es el espacio del desprendimiento y de “los caminos blandos del sueño”, un ámbito acogedor que mitiga la agresividad del día, pues “duplica la esperanza”, “cierra los párpados fatigados”, “mella el filo de las palabras”. En este espacio interior del sueño se abren otras posibilidades de autoconoci-miento para la hablante: “Yo he visto en el espejo cóncavo de un sueño, / Lo que nunca podrán mirar los ojos de los hombres”. El secreto de sí misma no se busca ni se encuentra ya en el espejo de la mirada del amante o en una imagen convencional de mujer, sino en el espejo de la propia subjetividad; de igual manera, la palabra que exprese ese secreto surgirá también de esta misma subjetividad —“en la caracola de mi corazón”— y quiere ser una palabra distinta del lenguaje estatuido, “un cántico de cánticos” liberado de los “ecos exteriores”.

La estrategia de contrastes utilizada para caracterizar los espacios del exterior y de la interioridad va constituyendo al primero como un ámbito opresivo dominado por la razón —“sol juicioso”, “matemáticas saludables de la luz plena” (“La noche”, 130s)— y a la segunda como el espacio de la libertad y de la imaginación o fantasía —“mullido país de la fábula” (“Día amargo”, 133s). También el modo de representación del deseo contribuye a socavar la racionalidad como principio ordenador de la realidad. Frente a la razón, a la lógica, el deseo de la hablante surge como algo desmesurado, ilógico e inalcanzable: “el sueño más loco, / ...El que tomándome de la mano, / Me dejara en Sagitario o en Alfa” (“Día claro y vacío”, 154s).

Así, la hablante de LRV se reconoce como sujeto de deseos —de aprehender y constituir su propio ser y canto—; sin embargo, dado que este deseo no encuentra cabida en la realidad que habita e incluso es provocado por ese orden que establece la oposición entre exterior e interior, surge otro deseo, el de acceder a otra realidad basada en un orden distinto, regida por otra luz o sistema de visibilidades —“nueva vida” bajo “otro sol” (“Las olas”, 152s)— contraposición que se formula como la polaridad esta orilla —otra orilla.

Significativamente, y como en el primer momento del discurso, el deseo aparece asociado a conocimiento, tal como se precisa en el poema “ir a conquistar el destino” (142s), donde se formula el deseo de adentrarse en lo desconocido trascendiendo los límites de la realidad en busca de la clave del destino personal: “Ir / Más allá del arco de todos los horizontes, / ...Luego desandar el camino / Con el propio secreto apretado contra el pecho”. Descifrar los secretos, pero por sobre todo, “el propio secreto” y adquirir mediante el saber el poder de dar una forma distinta a la propia existencia.

Sin embargo, el acceso a ese otro espacio se revela como imposible para la hablante. En “Atlántico” (159s), la otra realidad deseada, no racional, no dicotómica, aparece rotunda y reiteradamente negada: “Tan sólo para mí eres puño cerrado; / Para mí solamente tú no tienes caminos”; en “El grito” (151s), la hablante se reconoce marcada por la inmovilidad y la fijeza y se representa a sí misma “en la orilla”, “sentada en la rueda de las sombras”, “atada a una tierra”, mera “espectadora ávida” frente a la otra orilla o realidad que es el objeto de su deseo. Finalmente, la hablante se define por una mirada que es deseo no alcanzado —“yo muerdo un deseo imposible”— y por una voz que no es canto sino grito, “grito filoso” y “grito inútil”.

Los espacios cerrados que en tanto mujer le corresponden en el orden dado son insuficientes y estrechos para desplegar la interioridad, impiden la integración a la realidad exterior y ahogan los deseos y la voz. Es un espacio invisible que no puede constituir un lugar en donde ser y desde el cual hablar y cantar; es sólo el lugar del “grito inútil” o del silencio y de “una estéril paz de manos inertes sobre las rodillas” (“Mar en calma”, 153s), en que una mano ha echado raíz sobre la otra mano” (“Días sin fe”, 145). En este gesto, el cuerpo de la hablante significa la norma o el orden que la determina y que aparece finalmente como lo que define su identidad, la ley de su deseo[5]. La interioridad femenina cercada en el espacio del adentro e invisible en el sistema, se hace visible en el gesto corporal; al mismo tiempo, el cuerpo se constituye en su código significante, en el lenguaje para lanzar su “grito filoso” o su “clamor mudo”. De la misma manera, también el cuerpo de la escritura aparece cercado en las dicotomías de la razón patriarcal, que organiza reductoramente la realidad en polaridades netas que no admiten lo diverso, lo heterogéneo, lo múltiple* La relación excluyen te entre exterior e interior hace visible el orden que la determina y dentro del cual no es posible concretar lo abstracto, como señala el sistema de imágenes de LRV[6]  no se puede dar forma al nuevo discurso deseado, al “cántico de cánticos”.

Tercer momento del discurso:

Perdida (1950). La búsqueda de la trascendencia

En Perdida reconocemos un tercer momento de la escritura poética de Juana de Ibarbourou, definida por la búsqueda de la identidad por parte de la sujeto hablante. Lo característico de Perdida es que esta búsqueda de la identidad, siempre ligada a la palabra, se encuentra en relación con la tensión inmanencia-trascendencia, conceptos fundamentales del saber-poder patriarcal. Dentro de éste, la mujer —en tanto concebida como Naturaleza, Objeto y no Sujeto, Vida y no Espíritu— se encuentra confinada a la zona de la mera contingencia, de la inmanencia; el varón, en cambio, planteado como Cultura, Sujeto y Espíritu, supera la Vida, supera la inmanencia por el Espíritu y alcanza la trascendencia[7]. En Perdida, el proceso discursivo hace evidente esta limitación que afecta a la concepción del ser femenino a partir de la incorporación del elemento temporal, con el cual se confrontan las categorías claves del saber-poder dominante sobre la mujer y que desde otras perspectivas ya habían sido reformuladas en los momentos anteriores del discurso.

En efecto, la hablante se autopercibe fundamentalmente situada en el tiempo y se constituye como memoria que intenta restablecer el hilo de continuidad entre los distintos momentos de su historia personal; clave temporal de todo el discurso de Perdida señalada ya en el poema pórtico, que significativamente lleva el título de “Tiempo” (l73s) y está estructurado de acuerdo a la oposición antes/ahora, que será recurrente en los demás poemas del conjunto. Sin embargo, no aparece continuidad, sino únicamente puntos de quiebre entre pasado, presente y futuro: el pasado fue el momento de la plenitud de ser dada por la juventud, la belleza y la vivencia del amor; el presente es el tiempo de la soledad y del vacío existencial debido a la pérdida de estas condiciones vitales; y el futuro se vislumbra como un tiempo incierto que va tomando la figura cada vez más próxima de la muerte. El sentido de este contraste entre pasado y presente se intensifica al conjugarlo con la oposición luz/sombra, de modo que ‘luz’ se convierte en signo del ser al estar asociada a la plenitud del pasado, y ‘sombra’, en signo del no-ser del presente.

La oposición ser/no-ser involucra también una demarcación y contraposición de espacios, de manera que el presente de sombra y de no-ser está ligado al espacio cerrado de la casa y a los objetos domésticos, en contraste con los espacios abiertos del horizonte y del mar, asociados al pasado, a la luz y al ser. Así por ejemplo, en el poema “Pax” (189s), donde la hablante se define como “Esta ardua criatura / Que ahora soy... Anclada está en la dócil paz oscura de su casa”; o en “El navio” (174) donde se presenta como: “Yo, la mujer que nunca por el mar anduve”. Esta situación temporal y espacial constituye, además, una relegación al silencio, a la “Soledad de la voz y del silencio” (“Mañana”, 200). Es también el lugar de la represión del deseo y de la falta de libertad: sobre el “Grito que eras reclamo y clamor, grito-espada” y “el vuelo de los ángeles”, se impone “La libertad oscura”, “Apenas / La amada y doméstica servidumbre” (“Dulce servidumbre”, 201). En suma, el cuerpo, el amor y la casa se redescubren como elementos del saber-poder patriarcal que aprisionan a la sujeto femenina dentro de la finitud y de la inmanencia.

La adquisición de este saber genera el deseo, la hablante vuelve a constituirse como sujeto deseante, esta vez de un ser consistente y auténtico, perdurable y trascendente. En este punto vuelve a ingresar conflictivamente en el discurro la dicotomía cuerpo (-) / alma (+), que interfiere este deseo desplazando su realización hacia un futuro indefinido o hacia una extraña dimensión a-temporal y a-espacial que requiere atravesar el umbral de la muerte, ya que el ser trascendente sólo puede ser alcanzado por el alma liberada del cuerpo. Del mismo modo, la voz trascendente deberá estar desligada del deseo del cuerpo, que aparece asociado a un pensamiento y a una palabra culpables. En efecto, la liberación del cuerpo en tanto “Denso y oscuro cuerpo del deseo” (“Evasión”, 188) significaría recuperar una “Frente sin marca a fuego de la idea / Boca que está sin culpa de palabras” (“Cautivo y ángel”, 200s). Todo lo cual constituye un retorno a la concepción tradicional del cuerpo como prisión del alma.

La resolución de este conflicto está dada por la identificación de la poesía como medio de ser y de alcanzar la anhelada trascendencia, por la constitución del mismo discurso como memoria recuperadora que restablece la continuidad quebrada por el tiempo al recrear, nombrándolo una y otra vez, el momento pasado de la plenitud de ser en el amor, y al suspender el devenir temporal en la eternidad del instante poético. Así, en el último poema de Perdida, el soneto “Poema” (217), se reconoce a la poesía como la palabra capaz de lograr la conjunción entre pasado, presente y futuro, de resolver el conflicto constante entre la presencia y la ausencia, la realidad y el sueño, la luz y la sombra, el ser y el no-ser, haciendo confluir el ser y el trascender. El poema se representa como un ser vivo, luminoso y eterno —“tan precioso / En brillo, eternidad, pulso y latido”— donde se reaviva “al amor de labio calcinado” y se transfigura el tiempo finito, pues el poema es “tierno minuto desmedido / Todo es tiempo medido por el gozo”, tiempo de plenitud donde lo efímero del ser, la unión efímera con el todo quedan superados por la in tensidad de esa unión con el todo, por la eternidad del instante poético.

No obstante, el conflicto permanece irresuelto, pues el discurso reac-tualiza el saber adquirido en momentos anteriores acerca de que ser en el amor patriarcal equivale a no ser para la mujer, por lo tanto, que decirse en ese amor es una forma de no decirse a sí misma sino al otro; en una palabra, es una forma de silencio. El “amor perfecto de los sueños” (“Inmensidad”, 208s), el amor ideal del recuerdo, la plenitud de ser reconstruida en función del amor patriarcal se revela en el poema “Silencio de dicha y sueño” (215s) como una sujeción, un “Amor sumiso” que depende absolutamente del otro: “Y sólo un cielo y un aire: / Su voluntad, aire y cielo, / Bajo los cuales mi amor / Va de su mano en silencio”. Se trata, entonces, de una anulación del ser propio, de una trascendencia prestada por un otro también finito y de un acallamiento de la palabra que fundaría la identidad, que daría la posibilidad de ser sujeto y no ya objeto. De tal modo, esta palabra poética es sólo “silencio” y “celeste deslumbramiento: una forma de no-ser y de no-trascender”. La clave para superar esta limitación se encuentra vislumbrada en el poema “Reconquista” (193s), donde la esperanza de una recuperación de la plenitud y del canto está cifrada en Dios. Esta posibilidad, sólo en germen en Perdida, se desarrollará ampliamente en Azor.

Cuarto momento del discurso:

Azor (1953). Las respuestas dadas por Dios

Siempre dentro del marco de la búsqueda de la identidad —ser y palabra propios—, en Azor los elementos recurrentes del saber-poder hegemóni-co se ponen en relación con un nuevo elemento: Dios, concebido patriarcalmente como Padre y como Ser Absoluto fuente de todo ser, Amor espiritual e infinito. En virtud de esta nueva articulación, se produce en la hablante una percepción diferente de su historia personal, la que aparece ahora como una especie de historia de salvación gracias a la acción de Dios, quien rescata a su “criatura perdida” (Perdida, 173) del dolor, de la muerte, del mal y del no-ser por medio de su enviado, el azor. La clave del discurso de Azor está señalada en el epígrafe que encabeza el texto:

Porque es puro y es fiel y avizorante,

Y en el dolor me hubo acompañado,

Porque a las fieras hubo amordazado,

Canto a mi azor con lenguas de diamante.

En esta programación se retoma literalmente el rasgo que definía el discurso en el primer momento, de modo que se desplegará un lenguaje capaz de decir el misterio, el silencio y lo invisible, el secreto de sí que se buscará en Dios, lenguaje de luz para decir lo luminoso y lo eterno y que ahora tomará la forma de la alabanza.

Por mediación del azor se produce la reconciliación de la hablante con Dios, quien la acogerá bajo su luz. No obstante, esta reconciliación aparecerá como un pacto que requiere de la hablante la entrega de su ser y de su libertad. En efecto, si bien radica en Dios la posibilidad de escapar a la finitud y al no-ser —“en tu sueño triunfo de la nada” (“Triunfo”, 327s)—, ello implica renunciar al sueño propio y ceder ese único espacio o reducto de la individualidad (LRV\ 1930). Además, si por una parte la mirada divina es una mirada amorosa que brinda protección “tu mirada

de amor en mí se posa” (“Triunfo”) —es también una mirada que aprisiona en el interior de la casa y reprime el deseo de libertad; “Cuando tiendo los ojos en la puerta / De mi casa, hacia nuevos horizontes / ...vuelvo al interior de la morada / Con mi azor en el hombro, vigilada” (“Sangre y azor”, 328s). La liberación obtenida es ambigua, pues equivale a una confirmación en el espacio cerrado de la casa, tiene como condición la renuncia al deseo de buscar y explorar otros ámbitos y otra vida para replegarse en la interioridad. Esta vida interior cifrada en lo espiritual neutraliza los impulsos del cuerpo, vence el “Poderoso destino de mi sangre / Entre la red sellada de las venas”, en un acto que es liberar del cuerpo para encarcelar en el espíritu. De aquí que uno de los rasgos más característicos del azor, el representante de Dios, sea su actitud vigilante: “siempre vigila la puerta”, “noble azor que el vigilar no merma”, “se posa guardián en mis dinteles”.

Dada esta situación existencial eminentemente ambivalente, vuelven a surgir con fuerza el conflicto y el deseo en la interioridad de la hablante. Pero esta vez, dado el gran peso de la categoría de lo sagrado, el deseo la pone en una encrucijada entre la salvación y la muerte espiritual, eterna —“triunfo o muerte”, “diademas o sudario”—, y ante la inminencia del juicio divino, “el ángel del juicio adelantado” (“Triunfo o muerte”, 341s). En consecuencia, la hablante se autopercibe nuevamente como campo de batalla entre el bien y el mal que la amenaza y la posee convirtiéndola en “sombra enloquecida” (“Mansa y alerta”, 358s). En su rescate interviene el azor bajo la figura de un héroe épico —“invicto héroe”, “matinal guerrero”— que libra batalla contra las fuerzas demoníacas y rescata a la hablante volviéndola bajo la luz de la mirada divina. Como expresión de la aleluya que surge por esta redención, de aquí en adelante la voz de la hablante ya no podrá ser otra que el canto de alabanza: “alabar con lenguas de diamante” (“Mansa y alerta”). Se reformula definitivamente la expresión “lenguas de diamante” como un canto que tiene por objeto exaltar el Ser y el Amor de Dios. Pero definitivamente también esta asimilación total al Ser divino significa continuar ignorando “el propio secreto” (LRV, 142), el conocimiento de sí permanentemente buscado, pues Dios se reserva este saber: “Los altos muros de mi vida interna / Sólo escala mi azor... Mira el secreto y su silencio basta, pues sólo importa su lealtad eterna” (“Aleluya e himno”, 353s). Esto constituye una enajenación del propio ser donde no se posee otra identidad ni otro discurso que los de simple portavoz del ser del Otro. Efectivamente, Azor culmina con una serie de cantos que siguen el modelo de la épica cristiana para cantar las hazañas del azor y otros que reproducen los modelos de la poesía religiosa y hagiográfica, decir mimético que significa la enajenación del discurso.

Estos últimos mensajes encierran una enseñanza universal y requieren ser escuchados de una manera particular: “Que historia de mi azor, edificante / Hay que oír con oreja de diamante” (“Epopeya del azor”, 359-362). El discurso explícita aquí el modo de recepción que exige y que se corresponde con el modo de su enunciación: no sólo se canta con “lenguas de diamante”, sino que también hay que “oír con oreja de diamante”, apuntando en principio a una necesaria apertura al misterio de lo divino que se está expresando con este lenguaje. No obstante, teniendo en cuenta que las “lenguas de diamante” son un lenguaje especular, un decir doble que revela tanto el anverso como el reverso, lo visible y lo invisible de la situación de la mujer dentro de la red de saber-poder imperante, esta recepción con “oreja de diamante” bien puede compartir este rasgo y requerir la atención a ambos aspectos de lo dicho, “oír” lo que está expresado en los reversos, en los intersticios del discurso, captar en el juego de contrastes y de ambivalencias el efecto de dominación que posee la idea de Dios como fuente o base del discurso moral patriarcal y como legitimador de una ideología que acaba por reducir a la mujer al silencio y al no-ser.

Quinto momento del discurso:

Mensajes del escriba (1953). Máscaras y desplazamientos

En ME culmina el proceso discursivo que estudiamos con una renuncia de la sujeto hablante a la voz y al objeto del discurso para convertirse en el “escriba” de un otro indefinido y poderoso que habla a través de ella. En la nota “Al lector” con la que Juana de Ibarbourou presenta este conjunto de poemas, leemos:

Estos poemas se han “hecho” solos, pasando a través mío como si mi espíritu y mi cerebro formasen un ajustado aparato receptor, por el cual lo invisible ha transmitido ese mensaje de poesía... (379)

La autora implícita rechaza la identificación con la hablante de los poemas de ME y con los contenidos o “emociones” expresados en ellos; se sitúa en la posición no ya de sujeto del discurso, sino en la de una mera receptora y transmisora pasiva de la palabra de otra entidad desconocida, a la que se designa como “lo invisible”, “ser”, “potencia misteriosa y poderosa”, “alma del más allá”. Pero en este juego de distanciamiento y ocultamiento el enmascaramiento del Otro tras la voz y el nombre de la sujeto hablante es al mismo tiempo un enmascaramiento de la sujeto tras las palabras del Otro, pues con el recurso de no asumir lo dicho se abre la posibilidad de expresar “emociones” que no está permitido decir; en otras palabras, se puede transgredir lo decible y hacer visible algo que no

lo es dentro de aquello que puede y deber ser dicho en la formación discursiva dominante. Las “lenguas de diamante” que se configuraban en el primer momento del discurso como un lenguaje especular capaz de decir lo silenciado sobre la mujer, se transforma ahora en un lenguaje de máscaras que tiene un poderoso efecto desenmascarador, que dice efectiva y rotundamente lo silenciado: el silencio femenino, revirtiendo desde dentro esta condición, volviéndola contra el saber-poder dominante al reconvertir el silencio en palabra y, por tanto, en un saber que constituye también un poder.

Refuerza este sentido la serie de poemas que en el interior del discurso representan la situación de represión de los sentimientos y de su expresión, que pesa sobre la hablante y que constituye una especie de clausura de la expresividad. En “Apenas” (406s), por ejemplo, la hablante se define como “herida soy, herida que no sangra / ni sufrimiento siente, ni se queja”, en una represión emocional que acaba por reducirla al silencio: “Soy fuerte y silenciosa. El labio calla / Y apenas si mi pecho se estremece”. Recurre el motivo de la máscara, el dolor íntimo se encubre tras una apariencia de impasibilidad.

Tras la voz del Otro, en ME se destruyen definitivamente las categorías patriarcales con que se define al ser femenino: se niega la verdad del amor espiritual al definirlo como error de ingenuidad, amor “inconsistente y solo” (“Francesca”, 385s); la concepción de la mujer como ser para el amor se explícita como una enajenación total en el otro y como negación de la propia libertad —“la dicha de servirte superando la dicha / De ser fuerte y ser libre” (“Riqueza”, 387); el ser en el amor se revela como una ilusión o una ficción literaria, como “una historia, / Sólo vivida en libros sin memoria” (“Una hora”, 384); el sueño o espacio interior se vuelve equivalente al silencio y, más aún, a la muerte —“un ensueño de miel abre su huesa” (“Noche”, 398); el espacio, los seres y objetos domésticos se muestran como “amos” y carceleros de la mujer (“Avión”, 399); las “salvación” y “redención” por el triunfo del espíritu y del bien se descubren como reclusión en la casa y la capilla (‘Y a la divina gracia retornarla”, 407s; “Final victoria”, 409s). De manera especialmente significativa, la imagen de muchacha “salvaje” —que simera a la recepción patriarcal de la primera poesía de Ibarbourou para consagrarla como ‘Juana de América” y fijarla en ella— se explícita, precisamente, como una imagen construida, irreal, falsa: “Ante aquel que yo amo deposito / Como una ofrenda de pasados tiempos, / Mi muy ficticia juventud aldeana” (“Carta de primavera”, 412s). La estrategia discursiva es compleja y rotunda, pues no se debe olvidar que, de acuerdo con la nota “Al lector”, es justamente el Otro, la “potencia misteriosa y poderosa”, la que habla en estos poemas, de modo que se hace decir al mismo poder dominante el significado reductor que encierran sus categorías.

El reconocimiento de la imposibilidad de formular una palabra propia va unido a una profunda incertidumbre sobre la propia identidad, que surge como una gran interrogante sin respuesta dado que siempre no ha habido más que imágenes inconsistentes y palabras ajenas, en las que no es posible para la hablante reconocerse a sí misma. En el poema “Aquella niña...” (400), la memoria de la hablante es definitivamente incapaz de recuperar la imagen de sí misma: “¿Era yo? La memoria no responde / Ya, y en esa figura que se esconde / Entre brumas ansiosa me reclamo”.

Detrás de las máscaras emerge ocasionalmente el ser de la hablante como deseo y carencia, así por ejemplo en el poema “Un lirio sin raíz por la mañana...” (404s), donde ser, deseo y palabra se funden en los siguientes términos: “Todo mi ser está con hambre, hambre, / Y en desolados gritos se levanta”. La tensión entre palabra y silencio —que como hemos visto recorre todo el discurso poético ibarbouriano y está siempre referido a la búsqueda del ser— queda transformada aquí en una tensión entre canto y grito, siendo este último el único modo de expresión que prevalece: la única forma de decir (se) es dejar que hable el Otro haciendo visible el acallamiento que esto implica, de modo que el silencio se convierte en grito, en “desolados gritos”. No obstante ser percibido como carencia por parte de la hablante, el deseo es también el excedente de ser que escapa a la imagen dada y a los límites de la inmanencia. Del mismo modo, el silencio-grito es lo que escapa a los límites impuestos por lo decible.

Conclusiones

La búsqueda de un saber y de un decir sitúa al discurso poético ibarbouriano en la red de poderes y de saberes articulados en los discursos referidos al objeto mujer. Con ello se sitúa frente al problema de la ‘verdad’[8], la verdad sobre el “temeroso enigma del alma femenina” (Schinca, 1931, 7), que aparece como el secreto por excelencia dentro del saber-poder patriarcal, y que en aquella época se transforma en un canon estético para la escritura producida por mujeres (Ibid.), de modo que la poesía femenina debe ser una especie de confesión pública. Sin embargo, no existe ningún secreto, pues el saber-poder patriarcal ya ha definido lo que la mujer es: el otro del varón. A esto, el discurso ibarbouriano opone “el propio secreto” (LRV\ 1930) y revierte esta posición de quien confiesa mostrando con sus particulares estrategias que sí hay un secreto, en el sentido que la mujer es algo efectivamente desconocido para el saber-poder dominante, que tras la definición genérica existe toda una zona invisible y velada. Además, la sujeto hablante se resiste a ser aquello que se dice que es, planteándose como una individualidad no representada en lo que la mujer es para el saber-poder patriarcal.

Dentro del nuevo saber que genera el discurso poético de Ibarbourou, el desenmascaramiento más relevante tiene relación con la fundamenta-ción moral en términos de Bien/Mal con que el sistema patriarcal legitima las categorizaciones y delimitaciones de ámbitos y roles para cada uno de los sexos. Muestra que la relegación de la mujer al espacio doméstico y al silencio o al decir mimético es asimilado al Bien; por el contrario, el deseo femenino de salir a los espacios exteriores adquiere el signo del Mal, pues altera el orden social establecido y la palabra diferente adquiere el carácter de una palabra culpable. Debido a este desplazamiento desde lo netamente convencional en el plano de la organización y relaciones sociales hacia el plano de lo moral, en cuanto mujer que busca ocupar espacios distintos a los tradicionalmente asignados y decir un saber no sancionado, la hablante del discurso ibarbouriano debe asumir una opción por el Bien o por el Mal, que tiene también un sentido religioso-trascendental de salvación o condenación eterna.

Con el nuevo saber que genera este discurso se constituye en una fuerza que ingresa en el campo de fuerzas de los discursos patriarcales, en un punto de resistencia al poder. En este sentido, la mayor resistencia al poder en la poesía de Ibarbourou es escribir con “lenguas de diamante” —lenguaje que hace visibles los anversos y reversos de los saberes dominantes— e instaurar una clave de lectura correspondiente con ese lenguaje: “oír con oreja de diamante”.

Obras citadas

I. OBRAS DE JUANA DE IBARBOUROU

Las lenguas de diamante (1919)

Raíz salvaje (1922)

La rosa de los vientos (1930)

Perdida (1950)

Azor (1953)

Mensajes del escriba (1953)

citadas según la edición de Obras Completas, Madrid, Aguilar, S.A. de Ediciones, 1953.

II. BIBLIOGRAFIA GENERAL

—    AMOROSA CELIA. Hacia una crítica de la razón patriarcal, Barcelona, Anthropos Edi torial del Hombre, 1985.

—    COURTINE, JEAN. “Analyse du discours politiqueé en Langages 62, Juin, 1981.

—    FOUCAULT, MICHEL. Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, México, Siglo XXI Editores, 1975.

—    La arqueología del saber, México, Siglo XXI Editores, 1977.

—    Historia de la sexualidad I, México, Siglo XXI Editores, 1978.

—    Microfísica del poder, Madrid, Las Ediciones de La Piqueta, 1979.

—    El orden del discurso, Barcelona, Tvisquets Editores, S.A. , 1987.

—    SCHINCA, FRANCISCO ANTONIO. “Juana de Ibarbourou”, en Carlos Reyles, Historia de la literatura uruguaya, Yol. II, Montevideo, Alfredo Vil a, Editor, 1931, 15-48.

Notas:

[1] Juana de Ibarbourou, Obras Completas, Madrid, Aguilar, S.A. de Ediciones, 1953. Todas las citas de la obra de Ibarbourou que realicemos estarán tomadas de esta misma edición, de modo que sólo indicaremos cada vez el número de página correspondiente. Utilizaremos, además, las siguientes abreviaturas: LLD: Las lenguas de diamante; LRV: La rosa de los vientos; ME: Mensajes del escriba.

[2] Aunque Michel Foucault —de quien tomamos el concepto de poder-saber— emplea estos términos en este orden para formular la relación entre poder y saber, decidimos invertirlos, dado que en el discurso poético de Ibarbourou y de acuerdo a nuestro enfoque, el núcleo del saber aparece privilegiado respecto del núcleo del poder; entendiendo siempre que ambos se encuentran interrelacionados y en estrecha interdependencia.

[3] La representación del ser de la hablante por medio de elementos de la naturaleza, en oposición al amado que aparece representado a través de instrumentos, descubre también la relación amorosa como parte de la dicotomía Naturaleza/Cultura, de modo que constituye una relación de poder histórica y socialmente fundada, no “esencial”.

 

[4] Se trata del tipo de racionalidad impuesto por la ideología patriarcal y que fundamenta tanto el discurso filosófico occidental como la estructura de las sociedades convencionales.

Para un análisis detallado de los distintos aspectos e implicaciones de la razón patriarcal desde el punto de vista filosófico, véase Celia Amo ros. Hacia una crítica de la razón patriarcal, Barcelona, Anthropos Editorial del Hombre, 1985.

[5] Cf. Michel Foucault, Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, México, Siglo XXI Editores, 1975, 34.

 

[6] La búsqueda de la realización del sueño-deseo se refleja de manera característica en LRV en un sistema de imágenes en que se materializa o con ere tiza lo abstracto, por ejemplo: “la pradera celeste de la madrugada”, “el arroyo mínimo de la esperanza”, “color del deseo de ir”, etc.

 

[7] Cf. Amorós, op. cit., 51-54.

 

[8] ^Utilizamos el término “verdad” en el estricto sentido acotado por Foucault, esto es, un conjunto de reglas de acuerdo a las cuales se establece la distinción entre lo verdadero y lo falso, y se aplica a lo verdadero efectos específicos de poder; cada sociedad, entonces, acepta y hace funcionar como verdaderos cierto tipo de discursos. Cf. Michel Foucault, Microfísica del poder, Madrid, Ediciones de La Piqueta, 1979,187-189.

 

Ensayo de María Teresa Aedo

Universidad de Concepción
 

Publicado, originalmente, en: Revista Chilena de Literatura Núm. N- 49, Noviembre 1996

La Revista Chilena de Literatura, fundada en 1970, depende de la Facultad de Filosofía y Humanidades, Departamento de Literatura, de la Universidad de Chile

Link del texto: https://revistaliteratura.uchile.cl/index.php/RCL/article/view/39501

 

Ver, además:

 

                     Juana de Ibarbourou en Letras Uruguay

 

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