Yo poeta, yo narrador, yo personaje

por Jorge Enrique Adoum

 

Habrá que atribuir a los misterios de la poesía amatoria el milagro por el cual el lector, cualquier lector, se considera interpretado por ella o, sintiéndose suya, logra experimentar los sentimientos que la han dictado y reconocer acentos de su propia voz, y hasta puede, al leerla, releerla o decirla, sentirse un poco su autor. (Y no sólo en la lírica sino, incluso, en la épica: "Canto a las armas y al hombre que hicieron estas victorias" dicen, al comienzo de la Eneida, Virgilio y el lector; "Yo combatí en esas batallas", le dicta Bernal Díaz del Castillo a Archibald McLeish, en Conquistador, y lo repite cada uno que lo lee.) Pero, en América Latina, aquella poesía viene a desempeñar -en el instante en que se producen el enamoramiento o la ruptura por desamor, distancia o muerte- una función similar a la del bolero, de todos los boleros, cuando parecen haber sido compuestos por Él para Ella (es menos frecuente el caso contrario). Porque son esas situaciones, y no lo que entre los dos paréntesis encierra, las que interesan para el canto.

Asimismo, aunque el autor logre olvidarlo, el poema de amor, igual que una carta, tiene un destinatario preciso: por lo general, la amada, una mujer transformada por la poesía en ideal -o, también, éxito mayor, una desconocida que se atribuye lo que el poeta dice, segura de que se lo dice a ella- y que, también enamorada, por exigente que sea en otras cosas, suele conformarse con cualquier palabrería del remitente, incluso con esa, bobalicona, que reconstruye la que uno escucha, en el cine, tartamudeada entre dos besos. Pero la carta, a diferencia del arrumaco verbal, supone la separación o la distancia: no se puede escribir -pero sí pintar- cuando la mujer está presente, a menos de escribir sobre ella, en su piel. [...] De modo que esa poesía es siempre una lamentación: trata del amor distante, contrariado, efímero o imposible por culpa de la desamorada o del destino, que entonces son lo mismo, o porque ella se ha ido para siempre, olvidando que el amor, como siempre, iba a ser para siempre. De ahí que abunden esos folletos llenos de un discurso sentimental escrito en verso, tras un primer desengaño amoroso, por autores que nada habían publicado antes ni volvieron a publicar después, gracias a lo cual nos ahorramos, luego del segundo desengaño, la lectura de una nueva producción, cuando el abatido enamorado tiene la lucidez necesaria para comprender que la poesía, como la amante, también le ha sido esquiva.

O sea que, por la imposibilidad, la separación o la ruptura, la poesía amorosa es elegiaca: poco canta, menos aún en lengua española, la realización total del amor, la plenitud del gozo, como si hubiera tenido razón Aragon al decir que "Il n'y a pas d'amour heureux": el amante poético es siempre desgraciado. (Alguna alusión burlona hizo al respecto Maiakowsky, al hablar de ese tipo de poeta que exhibe tanto su soledad y ansia de amar que sólo faltaría que anunciara a las lectoras de su queja a qué banca del parque suele ir a lamentarse en el crepúsculo.) El Cantar de los Cantares, en el cual cada uno de los amantes exalta la perfección del otro, es la invitación y búsqueda recíproca, por calles y cañadas, de una entrega que no llega a realizarse; la Canción del esposo soldado, de Miguel Hernández, es una carta escrita desde el frente de guerra por el poeta descuartizado entre su mujer y la muerte que lo espera como una amante acostada en la trinchera; incluso esa experiencia absoluta del amor que Pedro Salinas ensalza en La voz a ti debida se disuelve en el Largo lamento por la ruptura irreversible; [...] la celebración de un cuerpo, elemento esencial en la poesía de Eluard, puede llevar en sí el amor -y aquí cabe, mejor que nunca, la imagen de Güiraldes-, "como la custodia lleva la hostia", pero, por lo general, lleva más bien el deseo de una unión que nunca se consuma.

De ahí que haya pensado siempre que la poesía de amor debería ser escrita como una carta, sí, mas tomando en cuenta que va a ser leída por alguien que no es necesariamente el destinatario: de esta manera el remitente -evitando la arriesgada desmesura del sentimiento, que suele conducir a la autoconmiseración- podría escribirla, para no avergonzarse después, cuando no está enamorado y reservarla, como un objeto poético concreto, real, no subjetivo, a quien tampoco lo está en ese preciso instante, o no de la misma mujer. Mejor aún: a alguien que ya ni siquiera recuerda cómo era amar o que no haya amado: al fin y al cabo, todos hemos escrito y leído sobre la muerte sin conocer el sótano donde fabrica sus gusanos el olvido. Y así volvemos a encontrarnos con el tono lastimero de la elegía.

Pese a ello, no creo que quepa atribuir igualmente a la poesía otro milagro: ése por el cual un lector desengañado podría compensar su situación identificándose, a modo de consuelo, con la celebración del amor cumplido, que supone el triunfo de la seducción o de la conquista, entonado a menudo por un amante victorioso. (Porque ejemplos de una poesía amatoria gozosa serían el elogio constante que el propio Aragon hace de Elsa -sea como personaje o tema, o como destinataria de la obra ya por el título o por la dedicatoria-, o los Cien sonetos de amor, de su amigo Pablo Neruda: en ambos casos su canto es, por añadidura, conyugal.) Y no es difícil que, en la amargura de la envidia o de los celos, aquel lector llegue a atribuir al poeta actitudes de presunción y arrogancia e incluso la detestable aplicación a la poesía del principio comercial de la propaganda.

[Llevaba ya escritas, hasta aquí, estas reflexiones, cuando me encontré con las de Julian Barnes, que plantean otro punto de vista, y que transcribo a continuación:

"Los poetas parecen escribir más fácilmente acerca del amor que los prosistas. Para empezar, poseen ese flexible "yo" (cuando digo "yo" ustedes quieren saber de un párrafo o dos si me refiero a Julian Barnes o a alguien inventado; los poetas pueden oscilar entre los dos, por lo que les atribuyen sentimientos profundos y objetividad a la vez). Además, parece que los poetas pueden convertir el amor malo -amor egoísta, mierdero- en buena poesía amorosa. Los prosistas carecen de este poder de admirable y deshonesta trasformación. Nosotros sólo podemos convertir el amor malo en prosa sobre el amor malo. Así que sentimos envidia (y una ligera desconfianza) cuando los poetas nos hablan de amor. Y escriben eso que se llama poesía amorosa. Se recoge en libros titulados "Antología mundial de la poesía amorosa para los grandes amantes", o cosas por el estilo. Luego están las caras de amor; éstas se recogen en "La pluma de oro: un tesoro de cartas de amor (disponibles en venta por correo)". Pero no existe un género que responda al nombre de prosa amorosa. Suena torpe, casi contradictorio. Prosa amorosa: un manual para el estudiante aplicado. Búsquelo en la sección carpintería."]

Pero, si por esa condición de la poesía amorosa, el lector puede hacer suyo el sentimiento expresado por el poeta y la lectora puede considerarse como la destinataria del poema, no sucede lo mismo con la narración. Quizás porque, en lugar de hundirse en la esencia del asunto hasta llegar a la abstracción, describe personajes y situaciones con los cuales los lectores rara vez pueden identificarse, menos aún seguir el ejemplo del protagonista aunque, como abogado del diablo, uno recuerde, por excepción, los suicidios a que indujo Las tribulaciones del joven Werther. Y, aunque no cabe descartar que, en algún rincón del recuerdo, que no siempre es la conciencia, y en alguna confidencia extrema, algunas mujeres se hayan considerado "almas gemelas" de Madame Bovary [...], de Anna Karenina o de la Odette de Swann, lo cierto es que no hay filtro ni desventura capaces de crear émulos de Tristán e Isolda contra cuyo amor no haya leyes ni costumbres. Y si cada uno de nosotros podría decirle a Ella de cada uno, como Andrew Marwell -dado que el retrato poético, siempre desmesurado en su belleza, suplanta al rostro real-, que necesitaría "doscientos años para elogiar cada uno de sus pechos, y treinta mil para el resto", la vecina a quien su novio levanta el borde de la falda en un zaguán, en espera de la boda, no se asemeja, ni siquiera para el ansioso, a la Bella del Señor al piano en un claro de luna. ¿Qué lector de Barón Corvo irá a amar en Venecia? Y, como la vida no se parece a las novelas, en materia de oposición familiar sería, más bien, el padre de Margarita quien aleje, en ocasiones a puntapiés, al Armand Duval del barrio.

En el discurso pronunciado durante la ceremonia de entrega del Premio Rómulo Gallegos, Javier Marías dijo que "tal vez sea inexplicable que personas adultas y más o menos competentes estén dispuestas a sumergirse en una narración que desde el primer momento se les advierte que es inventada. Todavía es más raro si tenemos en cuenta que nuestros libros actuales llevan en la cubierta, bien visible, el nombre del autor, a menudo su foto y una nota biográfica en la solapa, a veces una dedicatoria o una cita, y sabemos que todo eso es aún de ese autor y no del narrador. A partir de una página determinada, como si con ella se levantara el telón de un teatro, fingimos olvidar toda esa información y nos disponemos a atender otra voz -sea en primera o tercera persona- que sin embargo sabemos que es la de ese escritor impostada o disfrazada".
El empleo de la primera persona, al parecer inevitable en la lírica, plantea en la narrativa, en medio de todos sus problemas -el peor de ellos, la hipertrofia del yo, que no estorba en la poesía-, ciertas ventajas, en particular una suerte de arqueología del alma, el viaje hacia adentro del protagonista. Otra, e importante, es la causión que da del testimonio: aunque sólo en la poesía coincide con el "yo" biográfico, ese "yo" narrador, pese a ser imaginario, aparece como garante de lo que va a contar, auque se trate de una ficción, como uno de esos supuestos manuscritos ajenos que el escritor encuentra por azar, prolonga y publica. Y mientras cierto tipo de lector, adolescente y europeo, podía creer en la verdad de François de El diablo en el cuerpo, Raymond Radiguet escribía en una nota hallada tras su muerte: "Se ha querido ver en mi libro una confesión. ¡Qué error!... Es, al mismo tiempo, para dar a El diablo... el relieve de una novela que allí todo es falso y, luego, para pintar la psicología del muchacho". O sea que la narración en primera persona, que es necesariamente confesión en la poesía, puede no serlo, aunque lo pretenda, en el relato: si no basta con recordar que en el último capítulo de Ulises "yo" no es Joyce sino Molly, puede servir como demostración la más larga y supuesta desnudez del yo, biográfico y narrativo a la vez, ésa de En busca del tiempo perdido, que, según vino a probarlo George D. Painter, Proust debió vestir y hasta disfrazar.

Y vuelve a ser confesión en las Memorias. Pese a que no siempre alcanzan la sinceridad dolorosa de San Agustín o Rousseau, jamás pesamos que el autor da una versión "corregida" de sí mismo. Ha habido, más bien -agravada en las mujeres, sobre todo a partir del reclamo de su derecho al erotismo en literatura-, una acumulación de faltas, a veces inventadas, como para hacer más profundo el arrepentimiento y más dolorosa la penitencia frente al lector, sacerdote sin querer en el confesionario del libro: los recuerdos comenzaron a llenarse de actividades y hasta de perversiones sexuales, descritas con una honestidad que rayaba en la exhibición o el masoquismo: eso "hacía vender" y "pagaba" ya desde los diarios y cuentos de Anaïs Nin, precursora empujada a serlo por Henry Miller. Pero otras confesiones no son igualmente rentables: nadie ha visto la misma franqueza aplicada, por ejemplo, al tratamiento de la relación, esa sí impúdica, del "yo pecador" con el dinero.

Respecto de las memorias -y dejando de lado, por sabida, la exigencia obvia del interés que deben encerrar la vida que se cuenta o la escritura que la revive-, conviene recordar uno de los conflictos graves que el género plantea, porque concierne no sólo a la honestidad intelectual, sino al respeto de sí mismo y de los demás. Alejo Carpentier, ante la insistencia con que le sugería que escribiera sus memorias -puesto que no sólo había sido testigo de una parte de la historia de la literatura de nuestro siglo (la que va del surralismo a la aparición del realismo mágico o, en su caso, de "lo real maravilloso") sino, además, uno de sus autores-, solía defenderse recordando que no puede negarse la importancia que las mujeres han tenido en la vida, y la influencia en la obra, de un escritor, pero que sería indigno ir por allí contándolo, con nombres y detalles, con pormenores y apellidos. "En cambio, decía, en la novela, a la mujer que te amó la haces prima del protagonista y entonces puedes describir todos sus atributos y las circunstancia en que la amaste." ¿No sucede así en La Consagración de la primavera?

Al igual que en la poesía, las narraciones del amor al fin logrado son menos frecuentes y atraen menos. Tal vez porque se parecen en algo al desenlace de la novela policial: para que interese al lector, en el mejor de los casos, el milagro se produce al final, después de doscientas o trescientas páginas de indecisiones, adversidades, obstáculos. ¿Será, me digo, porque, sin escollos ni sufrimientos, se asemejan demasiado entre sí y todos los amantes a nosotros? ¿O, peor, porque, una vez vencidos los obstáculos e impedimentos, la aventura soñada se despeña por la rutina cotidiana a la vida en común, tan poco "literaria" hablando del amor? Ni siquiera los Amores pastorales de Dafnis y Cloe serían una excepción, ya que, pese a estar juntos y amarse, su "ignorancia de las cosas del amor" los mantiene en un perpetuo desasosiego. Alguien preguntaba si uno podía concebir a Romeo y Julieta casados. Shakespeare los hizo contraer matrimonio para que pudieran pasar una última, que iba a ser única, noche juntos, sin ofender a la moral de su época: de otro modo, los diálogos del amor apresurado, urgente, sin segunda vez, no habrían sido pronunciados. Pero no existirían en la historia de la literatura ni en la leyenda universal si hubieran tenido muchos hijos y hubieran vivido felices muchos años. Ello explica por qué, en las cinco historias de Los amores fugaces (*), el amor sea "lo que no fue" (y me atrae la fuerza de esta frase formada por cuatro palabras ninguna de las cuales significa, por sí misma, nada). Porque si hubiera sido, no se habrían escrito.

Tengo la impresión de que en el amor que no fue o no pudo ser por indiferencia, rechazo o malentendido -y que no entra necesariamente en la categoría noble del "amor imposible"-, es siempre derrotado: no por una cuestión de honor o de hombría, que puede parecerse al machismo, sino porque la mujer opone siempre razones válidas de moral, de fidelidad a alguien o algo, o de dignidad personal para, defendiéndose de sí misma, rehuir del peligro cuando aparenta defenderse del otro. Y, en esta materia, el perdedor cae en ridículo, ante sí y ante los demás, pues aunque su fracaso no haya tenido testigos ni curiosos, los lectores forman un público de espectadores que van a conocer, por dentro, y por fuera, que es lo peor, su derrota. Me pareció, pues, injusto crear héroes para ponerlos en una situación grotesca, de burla o de lástima. Y tuve pena de ellos antes de concebirlos: simplemente, no nacieron. Decidí, por tanto, asumir yo las frustraciones, ser culpable de los equívocos y lamentar los desengaños que habrían sido suyos. Y para ello, claro, amar como ellos, por lo menos mientras duró la escritura, a quienes ellos habrían amado.

Mas no todo fue por generosidad. Hubo también, y ante todo, dificultad, pereza o impotencia para crear cinco protagonistas masculinos diferentes y el temor a que alguno de ellos llegara a ser, sin quererlo ni él ni yo, más importante que el personaje central, axial, que en todas estas historias debía ser una mujer.

La solución no consistía, tampoco, en introducir en estos relatos un "yo" narrativo, verdadera simulación literaria que habría creado exactamente los mismo problemas que el protagonista en tercera persona, sino en narrarlos yo, sin más invención que la peripecia amorosa: un "yo" hecho de datos reales, que los demás conocen por haber estado cerca o por haberlos contado yo mismo, en diversas ocasiones, con una veces demasiado dolorosa. Pues sucede que otra de las características que acompañan al empleo de la primera persona es una exigencia de verosimilitud [...]

¿Cuánto tienen de autobiográfico esas "memorias imaginarias"? La pregunta, inevitable en las entrevistas, da pie a una reflexión, más importante que una respuesta. Creo, y lo he señalado repetidamente, que todo cuanto uno escribe forma parte de un gran autorretrato: esas situaciones que uno cuenta y borra, rompe y vuelve a escribir tantas veces de manera obsesiva, se vuelven vivencias verdaderas, tan intensas como las que forma la autobiografía. (O, si se prefiere: concebidas, en cuanto a tema y argumento, por un dramaturgo, el narrador vendría a ser el actor que, para interpretarlas, aporta su voz, su gesto, su cuerpo, su experiencia, sin los cuales el drama inicial no se parecería a la realidad o sería otra cosa.) Esos personajes que uno crea -cree crear- al comienzo, y que luego actúan por su cuenta, cuya compañía se busca con la tenacidad de un amante, con los que se convive más tiempo que con la propia mujer, dedicándoles el mayor número de horas cada día, y por los cuales uno se levanta, de pronto, en la noche para agregar un rasgo del rostro o suprimir un adjetivo del carácter, forman, a lo largo de dos o tres años, parte de la vida del autor, de la parte más viva del autor. Sin imitar a Balzac -quien, espantado y sollozando, descubre que "la infeliz se ha suicidado", hablando de uno de sus personajes-, es natural que uno llegue, realmente, a amar a la mujer de su relato. El peligro que señalaba a propósito de la poesía no existe en este caso debido a que es un amor que va formándose página a página, mes a mes, lo que impide el tono plañidero desde el comienzo. [...] Y, puesto que se trata de historias contadas a los demás, desaparece también el tono de confidencia que adopta la confesión a un destinatario conocido.

De todos modos, pese a las "delicias de la confesión", en cuya existencia debo creer, esta vez también fue doloroso. Siguió siendo como antes, como siempre desde cuando comencé a hacer uso del derecho a la palabra, y que solo Ray Bradbury -que supo juntar el zen y el arte de la escritura- ha sido capaz de describir: "Cada día salto de la cama y camino por un terreno minado. El terreno minado soy yo. Tras la explosión, paso el resto del día juntando los pedazos".

La Caja de Pandora - Jorgenrique Adoum (primera parte)

Publicado el 13 ene. 2016

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La Caja de Pandora - Jorgenrique Adoum (segunda parte)

 

JORGE ENRIQUE ADOUM POEMA

 

Jorgenrique Adoum: "Prohibido fijar carteles"

Publicado el 20 mar. 2016

Jorgenrique Adoum leyendo el poema "prohibido fijar carteles" en su casa de Quito durante el rodaje del documental "Jorgenrique Adoum" del director Pocho Alvarez.

 

Jorge Enrique Adoum

La Jiribilla (Cuba)

Febrero de 2002
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