Opinión - El observatorio 

El sentimiento que alegra
Delfina Acosta

El amor nos salva de las angustias diarias. Yo observo a un hombre trabajar la tierra y buscar en sus ásperas entrañas el fruto que habrá de bendecir su existencia. Ese hombre, con perfil de pueblo, va al caer la tarde a su hogar. Se va despojando de su piel curtida, para abrazar, después, renacido, a una mujer que se deja vencer por él en el lecho.

Las mujeres son llevadas, con cada golpe de viento, a un territorio donde sacuden sus alas las palomas.

Cuando les preguntas si no están aburridas de tener por compañeros a hombres de tan escasa paga laboral, te dicen: “¡Ay!, si supieras cómo conoce mi cuerpo. Con cada beso me devora. No me importa que apenas le alcance el dinero para comprarme un jabón, total, yo bebo su sangre, su pulsación desesperada, y almuerzo su corazón”. Los muchachos, los pibes acostumbran formar en las esquinas una ronda de campeones, y con sus barbas calentándose al sol, cuentan, ganándose los unos a los otros, que ayer conocieron a una rubia y a una morocha desde la mirada hasta los dedos de los pies. “Pero lo que estás contando no es nada, Darío. ¿Te acordás de María? Nunca me hizo caso. Cuando llamaba a su celular me decía que dejara de fastidiarla. Pues bien, ayer me dio su amor y hoy soy el hombre más feliz de la Tierra”, comenta, verseando, un enamorado.

Y qué me dices tú, mujer, que cuando lo miras, te das cuenta de que vas cayendo lenta, tiernamente en sus ojos, y comprendes que no hay manera alguna de salir de ellos. Y qué me respondes tú, señora de mi corazón, que cuando sientes rozar tu cuerpo con el suyo, comprendes que estás “herida de muerte”. Los dioses se han confabulado a tu favor. Han querido liberarte de la rutina de los sábados muertos y encendieron un amor que te ha salido al paso, así, bruscamente, de tal modo que no tengas tiempo de pensar siquiera, sino tan sólo de aceptar cuanto llama a tu puerta.

Reconozcamos, amables lectores, que la decadencia de la existencia empieza cuando le damos todas nuestras energías nomás al trabajo, y no nos damos por enterados de que no sólo el trabajo dignifica al hombre y a la mujer, sino también el amor. Cuando uno ama se siente digno, propenso a la risa, contento con su entorno, amigable en extremo, tocado por la luz de Dios, enterado de las estrellas, inclinado a pensar bien, atrevido en las metas.

Cuando uno no ama, el escenario del mundo se queda vacío. Hay, entonces, una tendencia a descalificar la vida. Los nervios corren a la par de los días tediosos y aparecen enfermedades en el organismo. La circulación de la sangre se estropea, por decirlo de una manera simple, y hacen su presencia en el cuerpo el dolor de cabeza, el estrés y los relámpagos de origen nervioso.

Hágase un favor a sí mismo: ¡Enamórese!

Y ustedes, amigas divorciadas, que como niñitas se sientan sobre sus propias existencias, y se comen las uñas, y se cuentan unas a otras lo mal que les va con los hombres, no caigan en la torpeza de sentirse desilusionadas. Mírense en el espejo, construyan una imagen decorosa de su persona, y entérense de que tienen las mismas oportunidades de encontrar un novio como las solteras.
“Fulano me quiere sólo para llenar un momento de su fin de semana. Ocurre que soy divorciada y la sociedad tiene una imagen desfigurada de mí. Si supieras, Antonia, cuánta necesidad tengo de hallar una persona que me quiera de veras”, le dice una divorciada a otra, y ambas terminan congraciándose con sus penitas para acabar bromeando: “Y bueno. Ya aparecerá algún extraterrestre en nuestras vidas”.

El amor lleva en sí la justicia. Al hombre y a la mujer solitarios les llegará el amor, apenas abran los ojos. Y la carne se hará sentimiento sobre la faz de la Tierra.

Delfina Acosta
ABC COLOR, Asunción, Paraguay, Lunes 23 de julio de 2007

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