Tercera mención 
El Pie
Delfina Acosta

- Tenés que despedirlo.
- Pero ¿por qué?
- Tu familia vive aterrorizada.

Tenía el pie izquierdo como el casco de un caballo; el ojo izquierdo, completamente blanco. El torso, coronado con una joroba, se le doblaba a la altura de la cintura, siempre paralelo al piso. Andaba por los sesenta o sesenta y cinco años y era bien parecido: la nariz fina y aguileña; la tez olivácea; los cabellos negros, grises en las sienes. Cuando miraba, lo hacía de reojo. Lo que más molestaba en él era su misteriosa ubicuidad. Dondequiera que fuese, allí estaba mirando, con inquietante solicitud, al dueño de la casa, a la mujer de éste, a los hijos o a cualquier visitante, alejándose luego arrastrando el pie.

Siempre le erizaba la piel su desplazamiento en la oscuridad; el jorobado sentía predilección por ella. Esto le daba una calidad acechante a su presencia cuando súbitamente aparecía en una zona iluminada. Nadie comprendía por qué lo conservaba a su servicio. La respuesta invariable era la de su competencia excepcional. Pero esto no justificaba el terror en que vivía la gente de la casa.

En una ocasión había entrado en la habitación del jorobado y había quedado sorprendido por la pulcritud con que vivía. Todo olía a limpio. Los muros, por ejemplo, habían sido recién encalados. Abrió el armario y encontró, aparte de la ropa blanca inmaculada, dos pantalones negros y dos chaquetas de color crema de cuello cerrado hasta la garganta. De repente, se abrió la puerta y Octavio (así se llamaba el jorobado) entró solícito y sonriente.

- ¿Todo va bien, señor?

Salí de la habitación humillado, sin saber qué responder. En verdad, había hecho el ridículo. Él, el dueño de la casa, fisgoneando en el cuarto de un sirviente.

- ¡Qué barbaridad!

La culpa la tenían, sin duda, aquellos que le habían llenado la cabeza con la necesidad del despido.

Comenzó a sentir miedo, sobre todo cuando Octavio acudía a su llamado arrastrando el maldito pie. Iba a tener que despedirlo. Pero había de encontrar una justificación.

- Espero que cuando lo hagas, no sea demasiado tarde - le dijo su mujer.

- ¡Qué querés decir!...

- No lo sé -contestó -. No lo sé verdaderamente...

Una noche venía arrastrándose el jorobado.

Después se detuvo en la oscuridad.

-¿Qué pasa? ¿Qué querés? ¡Socorro!
Cuando le tomó el pulso a su marido, sólo sintió la rigidez cadavérica de éste.

Se lo buscó por todas partes al jorobado. No se lo pudo encontrar.

Gonzalo Zubizarreta

Delfina Acosta
ABC COLOR, Asunción, Paraguay, 21 de octubre de 2007

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