Palabras para los niños
Delfina Acosta

Del niño, de aquel pequeño de ojos grandes que mira el cielo y mucho parpadea al ver caer una estrella, son los santos derechos que pueblan la Tierra. Primero ellos, los de las manitos que tocan, que ensucian, que arrastran el hermoso jarrón; primero ellos, que nos cuentan mentirillas, y se ríen felices de nuestro gesto de asombro cuando nos dicen que somos feas; suelen escapar de nuestro falso enojo por un corredor donde el perfume del viento golpea sus jacintos contra las baldosas blancas y negras.

Cuando un niño viene al mundo se celebra el nacimiento de la humanidad. Así consta en los libros religiosos.

Los mayores observan las formas de sus bracitos y las redondeces de sus caras estallando en risas y lágrimas de complacencia. ¡Cómo se mojan y se hacen buenos los pañuelos!   
Ha nacido un niño, y la gente, enterada de la noticia, va con muchas luces a contemplar el milagro: ahí está, con su olor a leche que le limpia la cara, y su hambre golpeando las puertas de los pezones negros de su madre adormecida.

Cuánto llanto en la pieza, en la habitación que, aunque pobre, se hace más liviana con los hipos del recién nacido que se aferra a las rosas vivas de los senos de su progenitora.

 Ah..., ella es joven, tiene la sombra de una estrella entre ambas cejas; la naturaleza le ha dado de pronto a su expresión la sombra de una pequeña rama de higo que profundiza las venas azuladas de su rostro.

Ah..., ella es delicada, pero la sonrisa le corta el rostro, como el cuchillo al pan caliente en dos mitades, para que sea todo olor a abundancia.

Del niño es la escuela. A ella irá cuando vista medidas más grandes, y se sentará en la sala, en la fila de atrás, para buscar y atrapar al grillo que se esconde detrás de las voces de sus compañeros.

Y un niño enferma, y la luna, insomne, permanece en su ventana, y las pocas estrellas que titilan en el firmamento no se animan a retirarse. La fiebre sube y se confunde con las manos frías de espanto de la madre que no recuerda, no sabe dónde dejó el dinero para comprar el remedio.

¡Son las doce de la noche y la fiebre no baja!

Como las rosas expuestas al sol, prenden flores rojas en las mejillas del niño enfermo que habla en sueños de un barco gigante y pintado de azul llevado por la corriente de agua.

¿Quién ha visto un barco azul?

Me cuentan que los niños suelen ser amigables.   

Tú les hablas de príncipes que van en busca de niñas de ojos claros y ellos completan la historia diciendo: “Porque los príncipes solamente se enamoran de las damas hermosas”.

 Me cuentan que los niños te ponen sus manitos sobre la cabeza y se te va la pena, y el dolor de la ausencia, y una dicha como de viento soplando entre los rosales hace que respires hondo y profundo.

 Yo no los quiero ver en las calles mendigando.

Yo no los quiero ver quemando su niñez en balde.

De los niños es este lado de la luz, la que echa sus pestañas llenas de polen al viento, la que levanta la cerviz del lirio caído y entibia las ropas colgadas del tendedero.

Yo no quiero que pasen hambre.

Yo no quiero que pasen frío.

Yo no los quiero ver deambulando por las calles desiertas.

Yo los quiero felices.

Yo los quiero contentos.

Delfina Acosta
ABC COLOR, Asunción, Paraguay, 16 de agosto de 2009

ABC COLOR

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