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Ojalá que llueva
Delfina Acosta

Aquella mañana, cuando iba a comprar alpistes para mis canarios, de la despensa de don Francisco, me encontré con Luisa; ella también se dirigía al mismo destino, de modo que nos largamos a conversar. Luisa nunca tuvo imaginación para hablar sobre cosa distinta, filosa y desconocida por los demás. Todo en su decir, que no salía corrido de su boca, pues su viejo paladar postizo corría riesgo con las consonantes, daba vueltas en torno al clima. 

El clima, el clima, siempre el clima. 

¿Y qué se puede decir de lo que está raso, vale decir del cielo, sino lo mismo, o sea que el día se presenta espléndido, con brisa ligera, con lo cual ya queda todo concluido? Pero ella se afanaba en dar estiramiento a su decir y me preguntaba si cerca de mi casa habían caído algunos goterones. O lluvia. 

Cierto es que también solía preguntar cómo se encontraban mis flores con lilium, mis hojas de esterlicia y mis gerberas, pero, para incomodidad mía, pues soy de ponerme mal ante la insistencia, solía insistir en que me fuera hasta su depósito; allí me daría abono y mantillos con un racimo enorme de lombrices. 

-Tus flores levantarán cabeza; mis gusanos son de primera materia y condición - me decía. 

Yo le respondía que iría mañana. Mañana, Luisa, mañana. La costumbre de prometer sin cumplir se fue convirtiendo en el pueblo en una cortesía.

Al llegar al almacén, me atendió la esposa de don Francisco. Ella también era mujer de hablar sobre el conjunto atmosférico; le gustaba llevar la contraria a lo que era de conocimiento público. O sea que si el viento iba a paso de hombre entre los eucaliptus y el firmamento se presentaba sin probabilidades de lluvia, decía que un rayo sacaría su cabeza de entre los monumentos funerarios y en menos que dura un susto caería un trueno enojado pues los muertos pasaban sed; largando un suspiro de satisfacción desaparecía por la puerta trasera del almacén y dejaba contrariados a quienes la escuchaban, que era gente campesina, o sea de tomar muy a pecho el clima.

Me miró fijamente don Francisco cuando le pedí un quilo de alpistes. 

-¿No siente frío, señora Mercedes? Mire que está girando el viento. Estos cambios de tiempo nos echan a descomponer los bronquios. Y usted, sin pañuelo, sin abrigo, sin botas... 

-Estoy bien - le dije. 

-Primero viene el estornudo, después la neumonía... 

-No se preocupe - le contesté, y ya no hablé más. 

Salí a la calle. Vi a la señora Manuela echar la llave al candado de su puerta y echarse a andar por la vereda. 

Se acercó apresuradamente a mí. 

En el pueblo resultaba común llevar conversación. En otras palabras, era la conversación misma, apurada o lenta, la que nos hacía llegar temprano o tarde a nuestras casas. 

La señora Manuela me contó que su cabra se había pasado el día anterior mirando fijamente hacia el viejo cobertizo de la municipalidad; allí se solía desollar al ganado vacuno, allí iban las cuñadas de la gente pobre a recoger las vísceras y otros estropicios en canastos. Daba por seguro que iría a llover. 

Le tenía sin cuidado lo plano, liso y estable que estaba el cielo. 

A mí me iba cansando aquella fe que le tenía a su cabra. 

Me descomponía que no me escuchara cuando le contaba lo armonioso que cantaban mis jilgueros cuando caía la tardecita, y dos, tres plumones - casi transparentes - giraban en el aire durante un largo rato, para después seguir girando sobre la baldosa azul del comedor. 

Al llegar a casa me senté a esperar en la silla, como queriendo apurar al viento a quebrarse en dos para dar paso a la tormenta anunciada por el animal. 

Pero no llovió.

Desatendiendo dos tropezones, vino corriendo hasta mí la hija del afilador de cuchillos mangorreros para contarme que ya estaban echando lenguas su madre y dos vecinas sobre el tiempo. No se ponían de acuerdo. 

Juliana y Margarita daban por cocinado que el cielo pasaría a la llanura, pero su madre, doña Lucero, que le tenía confianza a los huesos de sus pies, comentaba que éstos estaban como rebasados de espinas y que la lluvia caería en cualquier momento. 

-Enseguida se nos baja el cielo; vine a avisarle nomás - me dijo la niña.

En fin, la cosa es que no llovió. 

Habiendo tanta casa que se venía abajo por obra de las termitas, cientos de ratas que contagiaban la peste a los perros callejeros, y el viejo colectivo azul que partía del puerto una sola vez al día con un retraso de dos horas, la gente se ponía a perder el tiempo, a profetizar sobre el calor y el conjunto o parentesco de los elementos climatológicos. Que sí, que la humedad estaba gorda. Que sí, que el viento llegaba hinchado para favorecer el flameo de las banderas, viniendo, como venía, de parte del norte, y no del sur, a menudo desollado. 

Y mientras tanto el pillaje, el latrocinio, la salvajada. Los muchachos de otros pueblos subidos a los árboles de los duraznos y llevando delante de nuestras propias narices cajones tras cajones de las mejores frutas para cambiarlas por cañas, vinos, ron y cervezas negras en el mercado central.

La radio local echaba a funcionar desde las ocho de la mañana hasta pasadita la medianoche. Pasaba al aire el programa “Servicio del clima mundial”. No había posibilidad alguna de escuchar alguna vidalita, el parlamento de un radioteatro, cualquier noticia que desatara el secreto de algún suicida, que los había muchos, pues así como llegaban al mundo se iban del mundo sin que se supiera por qué.

Prendía la radio y salía al éter la voz neutra de un comentarista. Contaba que la marea en la costa de muchos puertos estaba alta por la acción de la Luna, y que los vientos propiciaban el retorno de las aves marinas comedoras de los calamares de los océanos, y que al Sol, por simple observación a través de anteojos oscuros, se le podían ver las escaras producidas por el desgaste. 

Me producía no sé qué cosa oír la radio. Me pasaba que me crecía en el alma la ausencia de la música. Pero no solamente la música, sino también la letra, por ejemplo “El día que me quieras”, que yo al escuchar cantaba, cuando era pequeñita. 

Y sin embargo, la gente del pueblo seguía la audición atentamente. Y se preguntaba qué iría a pasar si el Sol avanzaba en su descompostura. 

El locutor profetizaba: “¿Se extinguirán las algas?”. “Mas no debemos desesperar. Acaso las plantas del fondo del mar que poseen propiedades antimicrobianas y antifúngidas hallarán, aun dentro de la discordia del mundo marino, voluntad para sobrevivir”.

Y la chusma calculaba. Pero calculaba con pesimismo, pobreza de ánimo y resignación. Decían que en el caso de que las escaras se multiplicaran y el Sol ya no siguiera echando luz pareja sobre el pueblo, se las arreglarían con las velas, las alcuzas y las lámparas a gas. 

Un día dije basta. 

Dejé el pueblo para siempre.

Me vine a la casa de rigor, en plena ciudad. 

Éste es un sitio enorme, rodeado de árboles. Las altas paredes del comedor están adornadas con cuadros que reflejan la madurez de las más diversas floras y faunas. 

Una mujer pecosa, de cuello largo, suele tocar un piano de tres pedales en la sala. Tiene un aire muy distinguido. No habla, no es muda. David, un hombre de unos cincuenta años, parece estar enamorado de ella. Se viste de arlequín. “Esta es mi manera”, me dijo una vez, y lo entendí. 

Ayer, al caer la tarde, Blanca, una dama de muy altos recursos económicos y compañera mía de habitación desde hace diez días, me contó que un duque aficionado a la carrera de caballos le suele enviar rosas rojas todos los viernes. 

Me hizo gracia su confesión. 

Ah... Es soñadora ella. Y se supone que se trata de no soñar. 

Pero ya me advirtió el arlequín que me guardara de hacerle caso, pues desde su llegada a la casa de rigor no hablaba sino de lo mismo. 

¡Lo mismo, lo mismo, siempre lo mismo! 

Infinitamente lo mismo. 

Por eso, esta mañana, cuando Blanca tuvo una crisis (en la casa de retiro hablamos de distracción) y dos enfermeras le aplicaron una inyección de hipnótico, y la cambiaron de habitación, respiré aliviada. 

Delfina Acosta
de "El club de los melancólicos" 
(Editorial Servi Libro, Asunción, octubre 2010)

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