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El neuropsiquiátrico sobre la Calle Norte
Delfina Acosta

Estaba yo hablándole con toda la vehemencia de mi corazón, sin embargo era inútil que intentara convencerle de que juntara sus fuerzas y se sujetara de mis manos. 

La lluvia caía como si Dios se estuviera desangrando, y la correntada de un momento a otro podía arrastrarla, como arrastra a su salvador quien, llevado por la corriente de los jacintos de agua y de los remolinos, se está por ahogar. 

Por todos los cielos, cuánta desesperación. 

Las aguas venían, sedientas, por ella. 

Ya se habían desprendido algunas ramas del gomero y del alecrín; el espectáculo que presentaba el firmamento, con los rayos precipitándose igual a los caballos que se desbarrancan guiados por jinetes suicidas que profesan otra fe, me llevaba a pensar en lo peor. 

Ella corría grave peligro.

Un relámpago, con aliento de ozono, iluminó varias veces el rostro desfigurado por el espanto de la desconocida mujer a quien intentaba socorrer. 

Sin embargo, no hubo caso. 

La corriente se la llevó... 

A partir de esa noche profeticé. Profeticé mucho y a cualquier hora del día. Y renegué de Dios.

Cuando profetizaba, mi nuera me decía que no me hiciera. Apenas me ocurrían las profecías, que me venían fáciles, ella, la maldición en persona, se metía rápidamente en la cocina a preparar té de tilo. A la cuenta de tres y sin bajarse de su cara de madrastra enojada, me obligaba a tragar la infusión caliente que yo solía escupir.

Después de profetizar la llegada de los estorninos y de los cenzontles, dicen que enfermé de la cabeza.

Mi esposo, masón confundido, se negaba a firmar la orden para que me metieran en el neurosiquiátrico, sin embargo, tanto insistieron mi hijo y mi nuera, tanto fundamentaron, tanto mencionaron los muchos casos de tara colgados como frutos grotescos de mi árbol familiar que David se zafó de la situación con un cabeceo y la siguiente frase: “Hagan lo que les parezca”. Luego se fue a tomar sombra debajo de los cítricos. El olor de las mandarinas le ayudaba a no pensar.

Y yo aquí estoy. Mera gente.

Francisco, el nuevo interno, se dedica a juntar en un frasco de mayonesa hormigas rojas y negras. 

Tiene la mirada caliente; en sus ojos vidriosos suele dibujarse - cuando la circunstancia se da - la alegría que le produce el golpe de suerte de atrapar insectos; pero basta que una hormiga, un comején se le escape del frasco, para sentirse un militar inglés enfurecido con la baja de un soldado de su regimiento. 

Es un buen hombre. Eso parece, al menos.

Se cuenta a sí mismo historias de cuando la mar estaba en zozobra y las naves de bandera rajada pasaban dejando un flamear de gaviotas y él se hallaba dentro de un caracol, o sea, sin poder salir de sí mismo; a veces el caracol perdía las llaves de su casa, otras veces las perdía él. El caso es que, sin poder liberarse de su encierro, se sentía impedido de alcanzar lo que su vehemencia reclamaba: la libertad. 

Era entonces cuando enloquecía de impotencia. 

Francisco ya tiene 64 años, pero él, como mucha gente de aquí, no se da cuenta. 

El asilo está en calma.

Yo tomo el pedido de quienes quieren ir al mar, a las costas marinas de Punta del Este, a los acantilados del Atlántico; les prometo que en cuanto me alivie estaré en las playas salitrosas, y les traeré las caracolas, que es un modo también de traerles el mar, la mar, pues las olas marítimas rugen en los oídos a través de ellas.

Aurora, que se cree judía (porque tiene la nariz aguileña), me pide una fotografía del crepúsculo sobre las olas, cuando los flamencos están ya lejos y las aves cazadoras de peces, como los aguiluchos, empiezan a levantar vuelo. Y un primer plano de los arrecifes. 

En el fondo guarda la esperanza de que la lleve conmigo. Es tartamuda, pero cuando me dirige la palabra, yo miro para otro lado, y cuanto dice le sale corrido. Le caigo bien.

Matías, vestido a menudo de soldado, y marchando, cuando la razón se le nubla, con pasos militares por los pasillos del hospital, siempre consigue ponerme de mal humor. No confía en que me vaya a curar porque despierto el ladrido de los perros.

No hablamos sino de irnos de este sitio las veces que estamos en mayoría, en el patio, y se queda sola la enfermera, Ángela, cumpliendo su horario de guardia en la oficina azul. A la imagen enmarcada de Sigmund Freud, que cuelga de la pared del recinto, le sube una humedad con forma de hoguera. Ángela borda para aplacar sus nervios erizados, pero cuanto más agitada está, más rápidas y más hermosas le salen las bufandas, las mantillas y las servilletas de las manos. Qué cosa, digo...

Los internos queremos irnos. 

Pero el muro es alto. No queda en su pared un solo lugar para una palabra grosera más. 

“La libertad es hija de p...” lleva dos iniciales escritas: J. P.

Las enfermeras nos dan la razón en todo, menos los médicos, y en especial el Dr. Álvarez, que quiere, apuntándome con su lapicera parker en las entrevistas, que le diga la verdad, y la verdad es lo que le vengo diciendo cientos de veces, de modo que no hay manera de entendernos. Y así, no entendiéndonos, es como se va desgastando la relación; para quebrarle el ánimo me quedo muda cuando me pregunta cómo estoy, o qué comí. 

-¿Extrañas a tu familia? - me dice a veces. Y le contesto que de vez en cuando, sí. 

-¿Y qué extrañas de tu casa? 

Le respondo cosas distintas, pues no me atrevo a decirle que era de quedarme encerrada en mi habitación, sentada en mi sillón de mimbre, mientras afuera el jardinero hablaba en voz alta con las rosas y las adelfas, y yo no terminaba de hacerme daño, comiéndome las uñas y las cutículas, impaciente, desesperada, hasta que el poetastro por fin se iba, con su tijera y sus cursis e insignificantes palabras de hormiga. 

Cuando ya no deseo decir nada sobre mí al doctor, le pido permiso para ir a encontrarme con mi amigo Pedro, el de las manos cubiertas por escamas. 

“Sólo pretendo ayudarte”, me suele susurrar dándome unas palmadas sobre el hombro. Pero todos los psiquiatras están cortados por la misma tijera.

Mi amigo tiene en su habitación una piedra lunar en un pequeño baúl hecho con cedro y con aplicaciones de hierro; por una confianza que no le conviene (todo hombre tiene su precio) me cuenta que venderá la piedra, una vez que se halle libre; está convencido de que no se la voy a robar, y yo necesito estar convencida de que no se la robaré porque, después de todo, provengo de una familia aristocrática.

Pedro sostiene, jurando, que trabajó en un observatorio; creo que no aprendió las revelaciones sagradas de los gases, el ozono, el nitrógeno, las rocas, los satélites y los asteroides. Como mucha gente que no sabe nada, que se cultivó sólo de suerte, escuchando sin querer a esa gente erudita y provocativa que suele charlar hasta por los codos en una mesa de café, él me quiere catequizar sobre los astros. Y por esos enredos y nervios en que cae la conversación mantenida a pocos metros de la letrina, soy yo quien termina explicándole que la Luna es un satélite del planeta Tierra, y le cito a Galileo, y él se queda observándome, enroscado, con sus ojos de langosta. 

María casi es mi amiga. Hay amigos y casi amigos. 

Ella no es mujer que tenga historia ni presente; su opaca personalidad combina perfectamente con su nombre común y lampiño: María. 

No tiene hijo, y lo lamenta. 

De vez en cuando me viene con el cuento de que es condesa. Por supuesto, miente. El alprazolán la tiene tonta. En un momento dado me dice una cosa azul y después me cambia el color de la cosa, mezclando los colores, de modo que no sé si habla en celeste, en rosado o en amarillo. 

Yo le suelo decir: “A ver, cuéntame de cuando fuiste bailarina de gran reconocimiento público y levantaste tu pollera gitana para agasajar al presidente de la República en el teatro municipal”. Y ella, por dos cigarrillos, me relata la escena, y la escena le va creciendo, creciendo, inflada por la mentira, y tanto le va creciendo, que a veces le cuesta trabajo saber en dónde quedó cuando me venía contando lo que me contaba; un sudor espeso le corre por la frente entonces, mientras yo me coloco una cara de suspenso y de curiosidad hasta que ella acabe de fumar. 

No me gusta que esté callada, por eso le digo que me hable de cuando se fue a rescatar los cerdos de la granja del cura párroco que cayeron en el abismo. Y ella se pierde, se confunde, pero le animo ofreciéndole otro cigarrillo (los mentolados son su perdición), y entonces le viene un ah..., un claro pues..., un suspiro de recordación a los labios, y me dice que les iba hablando con la autoridad del Nazareno a los marranos, los cuales, trepando por el peñasco subieron, los treinta y tres que eran, y se metieron en la finca para engordar, pues a Dios agrada que sus criaturas sean gordas. Yo le sigo pasando cigarrillos para que me cuente a ritmo de bocanadas de humo historias por mí inventadas. Pero una vez que ya no puede más, se va, desaparece por los pasillos, tosiendo. 

Tosiendo y riendo. 

Picarona es la María.

Antonio no es mi amigo, sin embargo solemos conversar. 

A veces me trata de usted, pero yo le digo que no, que el “usted” es para el director de este sitio y para los enfermeros. 

Me pide disculpas, entonces, pero al rato me trata nuevamente de “usted”, pues así y no de otra manera le sale el trato. 

Es epiléptico; a menudo se cree tapia. Suele quedarse quieto junto a una figura de pescado gigante que pierde agua amarillenta por la gran boca de yeso cristalizado; no hay manera de que se mueva, porque no está en su juicio salir de sus costras húmedas, de aquellas hojas de hiedra que dan vueltas por su columna vertebral, mientras le caminan las hormigas culonas y una lagartija de color amarillo se desliza rápidamente por su cuerpo.

Él no me escucha cuando hablo. Pero si hablo no sabe que digo lo mismo que dije ayer, y anteayer, es decir hace mucho tiempo ya. ¿Y qué le digo? Pues que éste es un lugar donde las conversaciones son traídas y llevadas por el viento, y que hay que hablar con mucho cuidado y precaución porque el soplo de los eucaliptos y de las palmeras tiene un sentido engañoso. En otras palabras, murmura de nosotros, los internos. Ni la santarrita y los delicados jazmines son de confiar. Y las malezas, por la falsedad de su naturaleza, y la agresividad de sus espinas, son gente de la más baja estofa. 

El soplo, que de por sí solo es chismoso y tiende a deformar y a difamar, cambia nuestras palabras por frases engañosas, por conspiraciones y hasta por planes de asesinato.

Ocurre que los internos nos encontramos peleando, a veces, por culpa de un soplo que fue ventilado. También pasa que surge, dando gritos, Antonio. Nos acusa de haber conspirado contra su persona mediante un código de silbidos, y nosotros nos hallamos en la necesidad de jurarle que nunca hemos aprendido a silbar, aunque fue nuestra ilusión de chiquillos arrancar - por lo menos una vez - una silbatina de nuestros labios.

Sin embargo, en honor a la verdad, hay que decir que la gente de este asilo no pasa de los enojos.

En el fondo nos queremos, como se quieren los enfermos, abandonados a la suerte del humor. Y cuando alguien se va, llevado por sus parientes, le deseamos la mejor de las suertes allá, afuera, que es donde realmente la Tierra gira, pues aquí todo está tan quieto, tan acostado sobre el suelo, empezando por la misma luz solar. También les pedimos a los viajeros que nos envíen misivas. 

Mas esas cartas nunca llegan. 

Una sola vez, un interno, que nos caía en gracia porque era tartamudo, y toda su conducta se reducía a tratar de pasar en limpio lo que nos intentaba contar, escribió una carta a cada uno. 

Cuán enormes y ordenadas letras las suyas. 

Contaba grandes bellezas y descubrimientos del mundo, como que mucha gente se había convertido a la religión cósmica. Y bueno, una noticia así, redonda, que no se sabe por qué lado tomarla, pero que instala en los seres grises un ánimo de ser adeptos de una orden misteriosa, para convertirse - por fin - en objeto de conversación y chasquido de fósforos (son muchos los que se ponen a fumar al debatir sobre la religión) entusiasmó a algunos internos. 

Pero a mí, ni mu. 

He dejado de ser bicho de una religión. Y los demonios no me atraen.

Miguel, el bizco, hombre de fumar cigarrillos de los fuertes, y Juan y Pedro, que siempre usaban corpiños puntiagudos, zapatos Luis XV, y se pintaban los labios con colores liláceos sin que a nadie importara un bledo, se metían a correr desnudos por los pabellones del neuropsiquiátrico, cada atardecer. Tan extraña y gravemente les cayó la religión contra el Hijo de Dios.

Hay una luz permanentemente prendida en la Dirección. El nuevo director nunca duerme, susurran. Nos conoce a todos. Eso también susurran. 

Y ha de ser cierto, eso digo yo.

El doctor Velazco Quintanilla es delgado, casi liso visto de costado, usa anteojos oscuros, y anda generalmente relajado por los pasillos; cuando culmine el año irá a Europa y vendrá una mujer belga en su reemplazo. 

Lo noté ausente la primera vez que conversamos. 

Me miraba fijamente, pero le iban pasando de largo por los ojos las historias que le contaba; le hablé de los bichos que iban poblando mi existencia. Le dije formalmente así: “Los microbios con luz propia que suelo guardar en mi cajón, algún día, antes de abandonar este sitio, se los dejaré a María, pues ella nunca ha tenido marido, ni hijo, ni sobrino, ni ahijado, ni hormiga que le pertenezcan”. 

Distraídamente me escuchaba. Y eso que le advertía que ya eran muchos los microbios en mi gaveta, aunque que yo igual les daba de beber de mis leucocitos, de mis hematíes y de mis plaquetas para que no se murieran, sin importarme que mañana ellos pudieran ser más y la debilidad me dejara convertida en un insecto, como ellos.

El doctor Velazco Quintanilla suspiró profundamente. 

Era el suspiro de una pena, creo. 

- No corre riesgo de morir - dijo sin decirme, pues su voz sonaba como que entraba dentro de su boca y no que salía de ella. 

Los microbios se me pegaron por culpa de algún interno carcomido por los ácaros. Tienen alas pequeñas y frágiles, pero no son como los demás. A menudo me causan un susto tremendo a pesar de conocerlos tanto ya. Mi imposibilidad de describirlos me suele poner en aprieto ante el encargado de la limpieza, que me pregunta por ellos, por la forma de sus antenas y de sus patas, y por sus movimientos diurnos y su reacción ante las cucarachas que sí son verdaderas plagas, o sea, insectos superiores. 

Él anota letras como piojos en una hoja y luego se va riendo, entre tos y tos, por los pasillos.

El caso es que un día me harté.

Y entendí que debía apartarlos - definitivamente - de mi vida.

Eché llaves al cajón después de una larga fumigación. Sin embargo, noche tras noche regresan con sus luces de luciérnagas hasta mí. Estos microbios no se eliminan lanzándoles un perro. El mundo sería fácil si nos sacáramos de encima a las enemigos con ladridos.

A veces llamo a gritos a la enfermera. 

Y ella aparece y me comenta que los bichos ya se están yendo por donde vinieron, y me pasa una píldora azulina y otra transparente. 

Los días de visitas, las mellizas Álvarez se quedan sentaditas en la sala de espera; huelen a lavanda, que es como oler a salud. Ponen su intención de obedecer cualquier orden de su madre, y así, para mostrar que no está en ellas la rebeldía propia de quienes han perdido la cabeza, aceptan los consejos de su preceptora que les pide que no desordenen el desayuno, ni el almuerzo, ni la merienda, ni nada. La madre les dice que ellas están de pasada nomás en este sitio, que es como una institución donde se enseña buenos modales a las chicas de la alta sociedad. Y ellas, muy alentadas, toman aseadamente la sopa de calabaza, mientras su mamaíta les sonríe. 

Luego las mellizas se quedan mirando el techo. Sus ropas limpias hechas con tela de tafetán las mantienen estáticas, pues ni modo que se larguen a jugar con la tierra haciendo figuras de relojes con el lodo, y ni modo que repitan la hazaña de ir, como cuando eran niñas, a buscar un tordecillo para volver con las prendas de vestir llenas de abrojos a la medianoche. 

Ahora sé algo. 

No se lo contaré a los internos. 

Estoy curada, pero los otros no. 

Recuerdo al tío Matías, que era el encargado de mi educación en mi niñez. 

¿A qué venía a la biblioteca? Se sentaba sobre el sillón de mimbre, aspiraba el olor de humedad de la sala como un perro, mantenía inclinada su cabeza durante una hora, buscando, buscando, buscando en el diccionario, y en los libros de lomos rotos, para salir, después de haber hallado lo que buscaba, al patio, con los ojos irritados, convencido de que mañana, pasado mañana, siempre, debería seguir buscando más y más. 

Mi tía Angélica, hermana del tío Matías, solía largar un suspiro cuando eso ocurría. 

“Si leer hace daño, me alegra ser analfabeta”, comentaba. 

Una cosa era clara para ella: había que encerrarlo.

Pero a la tardecita, cuando las gallinas venían mansamente al corral, era como si él también regresara a sus cabales. Se largaba a charlar - entonces - en su estado de hombre sano, pasándole a tía Angélica billetes de los importantes. Y ella se iba contenta al mercado en busca de papas, alcachofas, huevos de codornices y alguna variante alimenticia para sorprendernos con un menú digno de la generosidad de su hermano. 

Lo que se llama irme bien en la vida, no me fue tan mal, hasta que él, precisamente él, que a veces tenía delirios de profeta, y que calumniaba a los sacerdotes católicos, me dijo que debía dejar mis nervios en reposo, y me dio la receta de un baño frío en una tinaja llena de tilo fermentado. 

Mucha fermentación y ningún resultado. 

Pero ya no quiero recordar aquel capítulo de mi existencia pues el disgusto me viene, y no tengo un pucho a mano. 

En esta casa de enfermos no todos están enfermos. 

Hay quienes dicen que se van a fugar.

Pero no es fácil fugarse porque el mismo cielo estrellado de la noche es como un gran reflector que frena la osadía de los dispuestos a huir de este sitio. Las descargas de luz de las estrellas y de los luceros caen sobre sus formas humanas que parecen grandes pájaros nocturnos aleteando; al rato se escucha la voz del celador en el megáfono pidiendo refuerzo pues las aves se hallan alborotadas e intentan salir del corral. 

Y al instante caen sobre ellos los enfermeros, pero suele haber algún interno que tiene suerte, y que levanta el vuelo, el raudo vuelo de un gran pájaro nocturno, y va a parar del otro lado del muro, que es donde comienza la dimensión de la libertad. Hasta ahí todo va bien. Pero del lado de la libertad están - también - los acarreadores de botellas y latas de sardinas y desperdicios, que dan la voz de alerta al verlo, y atraen la atención de los borrachines del bar de la cuadra. Ellos, bebidos como están, no pueden sentirse más felices que sujetando a un prófugo, y así, arrastrándolo de los brazos y de las piernas, mamados, alegres, traen al infeliz de regreso al hospicio. 

Esta es la parte de la historia del neuropsiquiátrico de la que no me quiero enterar. Pero María, la anodina de María, con su voz arrastrada por el alprazolán, me la suele contar siempre, aunque le ordene que se calle. 

Estoy cansada.

Muy cansada... 

Mañana me voy a fugar.   

Delfina Acosta
de "El club de los melancólicos" 
(Editorial Servi Libro, Asunción, octubre 2010)

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