El Observatorio

Monedas malditas
Delfina Acosta

La llave que olvidamos en la puerta o un objeto precioso que dejamos caer sobre el aparador sin darnos cuenta son algunos de los síntomas de que estamos con los nervios enojados. Muchas cosas hacen que nuestra salud nerviosa se vaya deshilando: aquellas ropas sucias, amontonadas hace más de una semana, en un rincón del placard; y el tiempo, siempre la falta de tiempo para lavarlas.

La falta de tiempo para desparramarnos sobre la cama y ver sin interrupciones una película de aquellas en las que el viento se cuela por las torres de una mansión y abre bruscamente las puertas y sorprende a dos amantes bañándose en un río de sudor y amor.

El tiempo para ir a tomar una gaseosa con un amigo, aquel contador de los buenos chistes y reír sacudiendo los pulmones hasta la tos.

El tiempo para pasar por la peluquería para ver cómo sigue nuestro rostro, en qué pata de gallo se descompuso; a decir verdad, con el agitado ritmo de vida que cargamos sobre los hombros, muchas veces dejamos una expresión aturdida y penosa en el espejo sin poder recuperarla más.

Pero cierto es también que si acuñamos un poco de sabiduría personal, si llegamos a entender que es de gente loca desgastar la punta de los nervios sin motivo valedero, podemos estar a resguardo del estrés.

Así y todo, hay ciertas cosas que a uno lo sacan de casillas. Me refiero, concretamente, a las monedas emitidas por el Banco Central bajo la dirección de Mónica Pérez. Son tan chiquitas y todas casi iguales. Pesan como un alfiler en las manos. Se extravían con facilidad por culpa de su pequeñísimo tamaño y toma trabajo distinguirlas.

Es así que nosotros, usuarios del transporte público, cuando vamos a abordar la línea 21 o la línea 30 (no importa para la situación contada al lector), debemos ir clasificando de entre las muchas monedas de cien guaraníes (vienen en dos versiones), las necesarias para completar el importe del pasaje público: 2.200. Y clasificarlas, cuando uno lleva prisa, es una zancadilla para la impaciencia. Hay monedas como granos de lentejas, como cabezas de alfileres, de cien y quinientos guaraníes. Ligeramente más pesadas y parecidas a un botón de camisa, son las de mil.

Si el usuario no lleva prisa, puede clasificar sus monedas sin esfuerzo, y ajustarlas al costo del pasaje. Pero cuando lleva apuro por salir a la calle, no hay talante que resista la cosa esa de ir apartando las monedas, idénticas a simple vista.

Me pregunto yo, ¿cómo diablos se las ingenian los choferes de los ómnibus para conducir el vehículo y al mismo tiempo dar el cambio a quienes no suben con el pasaje exacto en la mano?

Y tenga en cuenta, el señor lector, que el chofer siempre es primer destinatario de las quejas y del mal humor de los pasajeros. Cómo comprendo a los choferes cuando pierden los estribos y manejan con nerviosismo.
¿Quién cuida de la salud, del estado anímico de esos hombres que trabajan sin parar, sorteando un tránsito endemoniado, por unas pocas pagas?

En resumen: las monedas juegan una mala pasada no sólo a los usuarios sino también a los conductores.

Pequeñas, pensadas sin sentido práctico, andan circulando por las calles como una muestra de la mediocridad de quienes las echaron a rodar.

Delfina Acosta
ABC COLOR, Asunción, Paraguay, 19 de mayo de 2008

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