Monarcas y poetas
Un ensayo jocoso
Delfina Acosta

Como soy una persona curiosa, y cada vez más me come la curiosidad por saber qué pasa en la cabeza de los poetas, de quienes se dicen cosas feas, y a quienes se tiene por gente que no puede tener un acomodo digno dentro de la sociedad pues es sabido que no ganan mensualidades; como soy persona curiosa, decía, iba día atrás tras los pasos de los poetas (callo sus nombres), a escondidas.

No es que quiera yo echar leña al fuego, pero recordando algunas intenciones de aquellos seres humanos que con sentido común han tenido alguna opinión sobre los poetas, vengo a concluir como ellos que los vates desde que nacen hasta que mueren no prosperan, no son bienvenidos como esposos por sus suegros, pues estos no ven futuro en aquellos soñadores que, cuando uno se encuentra en problemas financieros, no saca de su presencia socorro.

Su mayor empresa consiste en poner en los ambientes más diversos un toque de semblante culto.

Estaba yo diciendo que soy gente curiosa, y como tal me fui, con un libro de Don Quijote en la mano, a sentarme a escasos pies de distancia de dos poetas que charlaban en un bar céntrico de Asunción. Ocurrió hace unos días.

Eran seres petulantes hasta más no poder. Uno tenía la cabeza lampiña y los ojos bizcos; fumaba como una chimenea y en su mirada había no sé qué pensamiento de enojo pues cuando miraba el entorno del bar, de todo parecía asquearse.

- Digo que solamente la poesía salva al mundo - se quejó de una vez.

Lucía un reloj de oro, un traje de corte extranjero y aquella pretensión del individuo que, sentado en un bar, mira la barra del bar y piensa, fiado de su billetera, que el dinero es una alegría mayúscula.

El señor (llamésmole J.J.) era quien pagaba las cervezas. Pronto me di cuenta de que el poeta convidado por él a beber de las aguas del alcohol venía a quedarse como contratado suyo. Debía pues, charlar y charlar, para complacer a J. J. por aquel generoso acto de invitarlo a estar contento.

En determinado momento, el convidado, nombró a un poeta, conocido mío. Bajó la voz, y zas, me quedé yo como quien escucha a las hormigas, o sea, sin oír nada.

Por supuesto, pude adivinar por la mirada llena de placer de su interlocutor, o sea, J. J., que estaba echando pestes contra un poeta ausente. Movía la cabeza negativamente, y era como si dijese más o menos así: “De insistir ese idiota en escribir de ese modo, le irá mal... pues ese estilo es pobre... Y claro que sus recursos lingüísticos... se comprende”.

Cuanto más decía que no con la cabeza el poeta contratado, más asentía con la cabeza J.J.

LA RAZÓN LE DABA

No es necesario ser genio, sino poeta, para llegar a saber en qué se ponían, alegremente, de acuerdo ambos hombres: el descrédito del tercero. Desacreditaban al escritor conocido por mí (como ya dije); cosa muy fácil de hacer hacían, pues los poetas son reyes, y no se figuran que existan otros que puedan ponerles la rima a los endecasílabos como ellos la ponen.

Verdad es que como los vates son monárquicos, tú no te puedes atrever a decirles que no has sacado en claro ni una sola frase cristiana de sus poemas. “El mal está en ti”, te dirán ellos de buena gana. Y hasta tendrán la intención de explicarte sus obras, verso a verso, para que el camino no se te haga espinoso, porque creen, ¡pobrecito de ti!, que las altas racionalidades del universo te han sido vedadas.

Dejó el poeta un instante la charla y giró en redondo hacia mí. El susto me rajó el rostro. Con el libro Don Quijote entre las manos, puse cara de sorpresa feliz y eché al aire el relámpago de la risa diciendo a grandes voces: “Este Sancho Panza, tan bruto y divertido”.

Creí haber hecho un buen guión, pero el poeta me miró como se mira a quien no está correspondiendo a la realidad pues dejó olvidada en la casa su cabeza al salir a la calle.

Fingiendo despreocupación, lancé después de hojear las páginas del libro, una respiración de quien reflexiona y encuentra acertado un asunto tratado entre letras.

El caso es que al rato, mi inquisidor se olvidó de mí y reanudó su charla con J. J.

- ¿Y qué viene escribiendo usted, últimamente?

- Pues ...

- Yo...

- Estoy haciendo una lectura antológica. Tengo unas poesías muy buenas, que gustaron mucho a Z. C. Aparecieron en el año 1966. Mis amigos me dicen que las reedite..., que son verdaderas perlas. Qué digo perlas, son joyas. Es claro que el público para mi obra no existe. No piense que soy un genio, pero viendo cuanto burro se jacta hoy día de poeta, confundiendo a la gente, vengo yo a temer que mi poesía caiga en manos de lectores apaleados.

- Ah...., en eso le doy la razón. Imagine cómo ese bestia de I. L . se ha atrevido a publicar un opúsculo, sin detenerse a pensar que la dialéctica de fondo amerita razonamiento y que el lenguaje de lo esencial es por donde se corta el verso.

- En esas cosas yo no creo y le explicaré por qué.

Hablaron los dos poetas. El uno, empeñado en hacer magistral su explicación, y el otro dándose ya por muy explicado y con ganas de pasar a otra página. Pero debe saber el lector, que no hay gente más entusiasmada que el poeta cuando desmenuza cómo vino a suceder el universo dañado por la ausencia de Dios y cómo vino a suceder (también) su poesía. Yo, mientras tanto, hacía como que leía, y que era cosa difícil el asunto, pues fruncía el ceño. Y dábame también dolor de quien pelea interiormente con el texto, pues ponía cara de duda, de fastidio, de desconfianza, etc. Mientras tanto escuchaba...

Los poetas seguían hablando, dale que dale, y riendo de sus pares.

- Ese fulano es un vanidoso. Su obra no vale.

- Pero ve a decírselo en su cara y te sacará barriendo.

- Está visto que corren tiempos flacos para la poesía...

- Eso.

- Falta autocrítica.

- Eso. Pero cuando yo publique mi obra, dejaré con la boca cerrada a tantos poetastros de hoy día.

             El viaje definitivo

Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros
cantando.

Y se quedará mi huerto con su verde árbol,
y con su pozo blanco.

Todas las tardes el cielo será azul y plácido,
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.

Se morirán aquellos que me amaron
y el pueblo se hará nuevo cada año;
y lejos del bullicio distinto, sordo, raro
del domingo cerrado,
del coche de las cinco, de las siestas, del baño
en el rincón secreto de mi huerto florido y encalado,
mi espíritu errará, nostálgico...

Y yo me iré, y seré otro, sin hogar, sin árbol
verde, sin pozo blanco,
sin cielo azul y plácido...

Y se quedarán los pájaros cantando.

Delfina Acosta
ABC COLOR, Asunción, Paraguay, 31 de agosto de 2008

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