El protagonista posee ingresos económicos para tener un buen pasar, pero
no para darse lujos, ni vestir trajes de fina marca, ni otras
complacencias por el estilo. Y se conforma con eso. Su días lisos son la
melodía decadente del que ya no aguarda nada.
La vida grisácea, la existencia opaca de seres de la clase media, que
ocupan su tiempo en ganarse el pan, es llevada a un plano de singular
sencillez y a la vez de encanto, gracias al talento que tiene Mario
Benedetti para observar en sus pequeños detalles ese mundo mínimo, el de
los seres que se repiten a sí mismos en los días y en las semanas, sin
mayores novedades.
Sin embargo, su manera de contar, de describir el “aburrimiento
elemental” y las situaciones que transcurren en aquel escenario social
humilde del cual él es el único espectador, nos atrapa desde la primera
línea.
El protagonista se enamora. Eso sí.
Va cayendo de a poco en la trasparencia, en la ilusión, en una forma vaga
de fe, de ilusión. Empieza a creer que puede darse una tregua, y amar,
aun acorralado como está por ese ocio que se vacía en mates y en
zonceras.
Entrega su corazón a una muchacha, Avellaneda. Ella puede ser su hija. Es
más, tiene casi la edad de su hija. Estoy subrayando un amor distinto,
tal vez raro, a escondidas, en un piso alquilado por él. Los encuentros
son dulces, tibios y a veces tristes. Le advierten algunos amigos que la
diferencia de edad es grande. Pero él quiere correr ese riesgo y llevar
varias, cientos de páginas de pasión al lado de Avellaneda, quien un día
le revela un secreto grande y redondo como el plato solar cuando le dice:
“Te quiero”.
Martín Santomé, burócrata, hijo de la clase media, siente que ella
puede salvarlo de sí mismo, de la comunidad gris a donde van a parar los
que llegan a los sesenta años.
Su manera de contar su relación tensa y a veces conflictiva con sus
hijos, es una manera más de contar —con la suma de detalles, palabras,
circunstancias inesperadas— la historia de nosotros, los mortales.
Esa vida tocada por un recuerdo, el de su mujer, a la que lo unía una
fuerza pequeña de amor y mucha compaginación sexual, es el único hilo
de su pasado sentimental. Así, al menos, lo escribe en su diario.
La ilusión de la felicidad es la constante en este libro sencillo. Y al
decir sencillo, digo que es un gran libro, porque llega a los lectores de
habla hispana, con palabras de nuestro uso cotidiano. Con cuánta voluntad
de orfebre, Mario Benedetti fue hilvanando La tregua. Cuántos compases de
espera y desesperación ocurren, ante la terrible circunstancia de verse
desprovisto, de pronto, de lo único que le da un tono de color a sus días:
el amor de Avellaneda.
No recuerdo haber leído una obra tan hermosa.
Tan sencilla y genial al mismo tiempo.
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