Leyendo sus libros, el lector no solamente entra en el proceso de
acumulación de recuerdos del escritor (leer Bomarzo, su libro más
conocido y emblemático) y en un lenguaje elegante, sobrio, depurado, sino
que también toma contacto con la cultura, con los sucesos históricos,
con el arte mismo, permitiéndose así una edificación cultural.
Hay un libro, en particular, que me ha gustado mucho. El texto de marras
lleva un título simple, claro, pequeño y redondo: La casa.
Esta es la casa llena de arañas con caireles resplandecientes, de
estatuas con alegorías mitológicas, de tapices, (uno fue pintado por un
tal Boucher); la misma posee un techo italiano habitado por personajes gárrulos,
pintorescos y rebosantes de vida; la mansión cuenta con mesas de madera
de ébano, y una vajilla luminosa, a tono con el lujo de los banquetes que
allí se celebran; el sitio es esplendente gracias a unos sillones
victorianos y a una balaustrada que acompaña a la cornisa del cielo en su
movimiento. Todo en ella es principesco: fuentes enormes y suntuosas como
trofeos.
Ni qué hablar de los salones, de las habitaciones individuales y del balcón.
La casa habla, narra su vida. ¿Por qué? Porque es el transcurrir de esa
gran obra de la arquitectura, la mejor de Buenos Aires, lo que nos cuenta
con un lenguaje rico en imaginación, en cultura y en detalles el escritor
Manuel Mujica Láinez.
Ella (la casa) observa con pánico, con horror, cómo Paco, el muchacho
que hereda la tara de la familia patricia (hay que decir que la demencia
corre por la sangre de la matrona de la familia, Clara), un día, mejor
dicho una noche de carnaval, cuando la murga alegre va pasando por las
calles, arroja al hermano disfrazado de arlequín, desde el balcón.
El arlequín muere y se transforma en un fantasma, que presencia, junto
con otro fantasma (un caballero), el lento proceso de destrucción de la
casa.
Van muriendo, de a poco, los numerosos miembros de la familia.
Vendida la mansión, ella se va recogiendo sobre sus últimos cimientos,
mientras observa cómo los albañiles echan, tiran a tierra, los vestigios
de un pasado luminoso, pleno de amores y también de tristezas y de
resentimientos.
Adiós a las barandas, al piano, a las escaleras de mármol, a las ropas
finas, a las joyas que se llevan los últimos habitantes del sitio,
simples saqueadores o advenedizos, sin lazo sanguíneo que los una a la
familia.
El poder que la casa ejercía, con su opulencia y su donaire, sobre los
personajes de la novela, es muy subjetivo; solamente ella sabe de las
angustias, de las alegrías, de las conspiraciones y de los pasiones y
melancolías de sus habitantes.
Con un lenguaje rico y pulido, Manuel Mujica Láinez cuenta la historia de
una familia, que poco a poco se va desmembrando (la misma Clara, perdido
el goce la vida después de la muerte de su hijo, el arlequín, cae en el
placer mortal de la gula).
Esta es la historia de la degradación, de la voluntad oponiéndose
(apenas) con tibieza al desastre, a los cambios, a la fatalidad.
Es la historia de una mansión que va palideciendo, como palidecen los ánimos
ayer alegres y optimistas de sus dueños para entregarse a unos días
secos, apagados y amargos.
Manuel Mujica Láinez es un escritor a quien hay que leer con mucho interés.
Sus obras son profusas. Cito algunas nada más: Crónicas reales (1967),
El viaje de los siete demonios (1974), El escarabajo (1981). Nació en
Buenos en 1910 y falleció en Cruz Chica (Córdoba) en 1984.
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