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El límite
Delfina Acosta

Usted sabe: la gente de la ciudad es así; uno apenas espera que termine de hablar el otro, para decir ya lo suyo; estamos apremiados por el afán de cerrar el habla a los demás con la primera estupidez que nos pica la cabeza. Y vamos de “¿me entendiste?” a “¿qué decís?”, de “no comprendo” a “no me estás oyendo” y cuanto más hablamos menos nos escuchamos y, por supuesto, menos nos entendemos; total que nadie escucha a nadie pero eso tampoco nos importa porque ya no podemos obrar de otra manera; el vértigo y una incomprensión animal se han instalado en nuestras existencias. 

Cuando regresaba para la casa, vi un grupo de seis hombres; conversaban nerviosamente frente a un bar pintado con un color azul marino. Tres fumaban y los tres restantes no hacían caso del humo de los cigarrillos que sacaban lágrimas de sus ojos. 

Me acerqué a los hombres haciendo como que intentaba ponerme a resguardo del viento sur. 

-No, señores. Cándido ya debería haber regresado. Son más de las diez de la mañana - dijo el de cuello largo, camisa arrugada y un sombrero panameño que le echaba una condición nocturna sobre el rostro. Se notaba el trato especial que ponía en sus palabras; aquella gente angustiada por la tardanza de Cándido buscaba el favor de la inteligencia para resolver el caso. 

Yo sé de individuos que desaparecieron y volvieron a aparecer. Me estoy refiriendo a personas que dejaron el aseo de su casa, el plato de escarolas, de apios y de plantas oleaginosas, y la esposa de rostro sonrosado y de buenos modales, para ir tras las pisadas de aquellas mujeres fáciles de la brumosa zona portuaria; cuando ellas se sacaban la ropa frente al espejo de luna del ropero, era como si se desprendieran de todas sus alas de aves, hasta que sólo quedaba de sus figuras el pico largo y rojizo; picoteaban durante horas, días, semanas y meses el cuerpo purpurino de sus amantes, de aquellos maridos ajenos entonces perdidos. Demonios. Esas mujeres se alimentaban de sus bocas mientras hacían el amor. Y bueno..., cuando el vientre les crecía y sus senos se agrandaban goteando leche, se convertían en pájaros de torpe andar; caminaban pesadamente por la habitación, y su voz huraña sonaba, al caer la última claridad del crepúsculo, como graznidos de cuervos. 

Los hombres, desesperados, horrorizados ante aquella situación que les causaba lástima y repulsión al mismo tiempo, retornaban tristes y desilusionados a sus casas. A sus esposas. 

El grupo seguía charlando. Mencionaron varias veces la palabra límite. 

Aquí debo hacer un aclaración en relación al límite: Hay una casa abandonada, pintada con color sepia, a donde vienen, cuando la lluvia es grande, buscando sitio para que sus fósforos no se apaguen, los mendigos. A diez metros de ella, aún se animan algunos niños a intentar una rayuela, una cola de cerdo, y algún juego propio de la imaginería de los pequeños. 

Una niña albina suele marcar con tiza la figura del sol en el empedrado, que la lluvia pronto borra, hasta que ella vuelve a despejar el cielo usando crayolas de siete colores para pintar el arco iris. 

Ahí termina la civilización. 

Y empieza el bosque. 

Retomo la historia: los hombres formaron una cuadrilla. 

-No queda más remedio que ir a buscarlo - dijo uno, que parecía hincar con el fuego de su cigarrillo el ánimo de los otros. 

Y ellos se internaron en el sitio poblado de existencias ajenas. El viento cambió de dirección y un olor a comadrejas, a hojarasca de árboles de las más diversas especies giró en el aire y dio un chillido de advertencia. 

Los curiosos se quedaron en el límite, de cara a la oscuridad. Fumaban. 

Pasaron tres días y tres noches. 

La cuadrilla regresó cansada. Sólo pudieron encontrar el cuerpo de Cándido convertido en carne corrompida sobre un matorral; en sus cavidades parecían haber hecho nido las aves de carroña; algunas bestezuelas peleaban ferozmente por las vísceras. Eso fue lo que contaron. 

Pero trajeron, colgado de un grueso alambre, el cuerpo todavía sangrante del lobo feroz abatido por los disparos de las escopetas. Eso sí.

Delfina Acosta
de "El club de los melancólicos" 
(Editorial Servi Libro, Asunción, octubre 2010)

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