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La mujer y el niño
Delfina Acosta

Hace unos días, cuando iba yo a una librería céntrica donde suelo comprar libros usados, encontré a una mujer andrajosa sentada sobre la vereda, con un pequeño en sus brazos.

Pedía limosna.

Se la di, y no por eso me sentí más cerca de Dios ni mejor persona. No podría yo usar nunca la desgracia, el mal pasar de mi prójimo para escalar un peldaño más que me lleve a las alturas celestiales.

La luz está en dar y nada más.

Yo sé que no se puede pasar de largo ante alguien que te extiende sus manos, convertido, como la maleza, en parte de un sitio, con la mente suspendida en vaya Dios a saber qué extraños pensamientos.

¿Quién puede conocer qué clase de existencia arrojó desde la metáfora terráquea al mendigo, a un túnel oscuro, y lo dejó convertido en una estatua callejera?

Están los otros mendigos, que se cubren el rostro. Algún defecto, una sombra, los marcó con la vergüenza. Ellos evitan la luz del sol.

Pero yo no olvido a la mujer con el niño.

Era un pequeño de ojos vivaces, de pelo castaño hecho rulos, sano él, que tenía una mandarina vieja en sus manos pequeñas.

Era hermoso, y su piel era fresca, y un pequeño parpadeo de alegría le subía a sus ojos cuando pasaba algún transeúnte.

Ah..., pero los transeúntes van siempre tan apurados como si los siguiera un reloj gigante y monstruoso.

Todo en ellos es apremio por llegar, y hacer algo, y girar sobre sus pasos, y volver a salir.

Antes la vida era tan libre, tan suelta de ganas de charlar, y preguntar cómo estaba la familia y qué hacían don Pepito y don José.

Ahora los transeúntes se han convertido en trenes.

Llevan un aire ansioso en el rostro, y pasan, y parecen estar disconformes con la calle y las bocinas de los autos, y pisan las flores que son esos niños, como aquel que vi, que era un verdadero pedazo de sol.

Yo quería saber el nombre del chico.

Y me acerqué a la mujer y le pregunté.

Y ella me habló muy despacio. Y me dijo, como quien habla sola, que estaba enferma, y tenía que alimentar al pequeño.

¿Qué alimentos comerá aquel niño de ojos pícaros, de cabello castaño?

Pensé en frutas nobles, ricas en vitaminas, y el corazón se me encogió.

Y tuve una bronca momentánea contra los ricos que hablando, conversando sobre los temas de los más variados matices, llevan a la boca manjares: mejillones, ostras, caviar, frutas pulposas y caras. Bocados que ese niño nunca probará.

Porque para él la comida es lo que no alimenta al cuerpo ni da fuerzas a sus músculos para que crezca sano y fuerte como los demás niños.

Ah... la mendicidad.

Ah... tener que pedir qué comer.

Y la gente que escatima sus billetes. Y los políticos que se van de lenguas hablando, prometiendo un futuro mejor y más digno para todos los habitantes del Paraguay.

Yo pienso en ese niño.

Y me parece que veo sus ojos llenos de chispa.

Y quisiera modificar la realidad del país.

Todo es posible, me digo.

Ah..., niño de grandes y luminosos ojos.

Delfina Acosta
ABC COLOR, Asunción, Paraguay, 14 de Junio de 2010

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