La hiedra

Delfina Acosta

Febrero, 5: Ya no queda en mi patio ninguna flor. Recuerdo las pequeñísimas rosas que mi madre regaba cada atardecer; entonces la hiedra era un lejano peligro que no merecía sino la vigilancia ocasional de nuestras manos tironeando de sus brotes todavía débiles. Una piensa que todo está bajo control: vemos a los grandes tulipanes erguirse a un constado del caminillo del huerto, escuchamos el lejano rumor de los eucaliptos hamacándose a la derecha del viento y pensamos -ingenuamente- que nadie ni nada puede tambalearse de tanta abundancia. Pero la fresca hojita de la hiedra renace organizadamente, y otra, y otra, y luego otra, y hay que ir a los machetazos o a las paladas, y luego a las maldiciones, hasta que todo es demasiado tarde porque la casa, si alguna vez fue nuestra, ya ha sido invadida vorazmente.

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Marzo, 7: Esta tarde decidí dar una vuelta por el bar Los clavos. Aún no entiendo cómo las aguas del río no se colaron por sus ventanas llenando los vasos y las botellas de los bebedores que en torno a las mesas se miran tontamente, como suspendidos del palo mayor de un buque, gritando a la camarera, quien se escurre rápidamente con su bandeja por la puerta de la cocina. El río ya ha subido bastante, pero ellos parecen ignorarlo ocupados en la pronunciación correcta del nombre de un animal. Nunca sabré quienes son, mas sé que llegarán a sus hogares alegremente, y bien pasada la medianoche, y que no tendrán que hacer prodigios para alcanzar sus  puertas, sus lechos, sus heladeras porque la hiedra no ha tocado su existencia todavía.

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Marzo, 15: Me invade un irreprimible sentimiento de angustia. Las especies animales se defienden como pueden del avance de la hiedra, pero, he aquí que descubro un gato flotando en las aguas de mi aljibe; su blanca piel de muselina ha sido engullida por la increíble voracidad de aquella cosa. ¿Retornará al mundo mineral?

La gente sigue acudiendo a sus trabajos (los periodistas a los sucesos, los dramaturgos a los escenarios) satisfecha con el fervoroso llamado a la actividad propalado por la radio; no entiendo el irreversible curso de los acontecimientos y acompaño con aplausos y mucho optimismo el tranquilo panorama de la ciudad todavía en pie.

Si los empujones de la hiedra me llevan a saltar dos líneas o a escribir al margen de este diario, solamente yo lo sé, y espero vivir para contárselo a un amigo prudente.

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Marzo, 16: Porque yo no estoy loca. Tengo una réplica muy poderosa para hacer callar las razones de quien pretenda hacerme creer que confundo la realidad con las novelas y películas de terror. Me encuentro saludable y hermosa. No tengo más hábitos ni costumbres que cualquiera de las mujeres que van a los mercados a olfatear las frutas y las verduras.

Y sé tanto como aquella robusta dama que después de demorar largo rato a la fila de compradores, se dispone a pagar el precio exacto de seis cebollas engarzadas.

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Abril, 30: La consulta con el Dr. Alonso resultó sumamente provechosa. Haciendo un esfuerzo para no discutir con la enfermera que intentaba reírse de los soplidos que yo lanzaba a las hojillas de hiedra que perturbaban mi visión, él me habló sobre aquellas cosas de la vida, el amor y la muerte que dirigen el destino de los desprevenidos. Permito que me contradiga hasta donde yo puedo adelantar el engaño que, sutilmente, le voy tejiendo en cada tramo de la conversación. A veces hablamos al mismo tiempo y terminamos riendo alegremente hasta que suena el teléfono, y adiós, la cita se acabó por el momento, hasta luego o hasta siempre. Le prometo regresar siempre que la hiedra me permita hacerlo. Ambos sospechamos que sus honorarios son muy elevados, pero el temor de avergonzarnos mutuamente nos impide abordar el tema con la dulzura necesaria. A veces... (el resto es harto confuso).

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No puedo evitar sentir piedad por las parejas de enamorados que preparan sus bodas con gran entusiasmo, y además hacen cálculos sobre el sexo de los hijos que vendrán..., como si no supieran que la hiedra no les dejará llevar a cabo tan siquiera uno de sus propósitos. ¿Venganza? Qué fiasco tremendo para los novios, sentir su virilidad empequeñecida dentro del propio apelotonamiento de la hiedra.

La muchedumbre cree sentirse estrujada por los turistas, en la calle, sin ver ni entender que hay todo un bloqueo obrando sobre sus miembros y pensamientos. Este sistema parecido al de la fuerza de luna sobre el mar, busca llevarse el corazón abierto de la gente. Y de todo cuanto gira y revolotea a su alrededor.

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Julio, 15: Ha ocurrido lo inevitable: la hiedra se apiñó con fuerza destructora sobre la reserva viviente: hombre, arbusto y animal. Creo que solamente seguimos con vida el Dr. Alonso, la enfermera y yo. Para una complacencia que no he buscado pero que se me da, al fin de cuentas.

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Observo el rostro de mi enfermera invadida por la hiedra. Ella pasa un húmedo pañuelo por sus voluminosos libros de psiquiatría actualizada apilados en los estantes de madera; a veces tantas con la voz deformada por las corrientes de aire que sacuden las hojillas de su rostro. Quiere hablarme, pero apenas escapa de su boca un aturdido cloqueo de gallina. Yo me río. Es tan divertido observar cómo ella toda se transforma, ahora, en hiedra, abundante hiedra, y el doctor pasa a su lado con la indolencia aparente de los que tienen mucha prisa, y finge no ver nada. Clarisa (así se llama la enfermera) indica que dé dos golpes de puño a la puerta del consultorio y pase adentro. Pero Clarisa debería percatarse de que ya estoy libre (la hiedra dejó mi cuerpo para pasar al suyo). ¿No resulta evidente que estoy sana?

Delfina Acosta
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