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EL OBSERVATORIO

La cédula sicológica
por Delfina Acosta

Soy una persona sensible, muy sensible. Me gusta analizar a la gente. Tengo un perfil bajo, casi el perfil de una abeja, pero nadie, al observarme, y verme así, tan poca cosa, puede entrever que yo puedo tener, al cabo de una hora de conversación con una persona, una cédula de su personalidad. ¿Nuevo término? Pues sí. O acaso, no.

Cuando termino de leer un libro, sobre todo un texto por el que se deslizan fuertes pasiones, intrigas y desvelos del ánimo, ya tengo una opinión más o menos formada sobre el autor.

Cuántos escritores han pasado por mi laboriosa cabecita. Escritores amargados, dados a despreciar la vida y dispuestos a arrojarse, un domingo por la tarde, preferentemente cuando el reloj marca las cinco, desde un balcón.

Escritores que viven rezongando, hojeando con desdén su propia obra, y escupiendo el vacío de las horas que pasan, pues su genio atormentado les lleva a pensar que sería mejor prender fuego a todos los libros que han escrito. Solo valoran su biblioteca pues en ella están las obras de Tolstoi, Dostoievski, Miguel de Cervantes y otros talentos que el lenguaje ha dado.

Hay algunos que se salvan de sí mismos, y piensan que sí, que el próximo libro será mejor, y vendrá el reconocimiento de la crítica seria y madura.

La inestabilidad amorosa es la constante de los poetas.

Y hay que leerlos para penetrar en un mundo donde la víctima, o sea el poeta, entra en un estado de melancolía que es su vino para escribir los mejores poemas de amor y de desdicha.

Cierto desequilibrio emocional turba el carácter de los creadores literarios. Aunque muchos se mantienen en la raya de la razón.

Pero la razón total no existe; eso lo creo yo.

Muchos vates no dejan entrever el malhumor que los acucia a partir del ocaso; es que escriben tan bien y hacen tan buena pintura de la métrica y de la musicalidad, que uno los respeta y hasta tiene la impresión de que son pavos reales creados para marcar la diferencia entre los iluminados, y el resto, los seres humanos ramplones e intrascendentes.

Al envidioso le viene bien la envidia. Con envidiar a los escritores que se destacan, van sacando, esfuerzo de por medio, las mejores chispas de su ingenio y de su creatividad.

Ah... la psiquis de los escritores.

En la profundidad de su dolor (no todos los escritores son seres descontentos), de su incapacidad para comunicarse libremente con las demás personas, buscan el papel para despacharse contra Dios, contra la tarea forzada de vivir en un mundo donde los poderosos se aprovechan de los débiles, y donde la lógica se esfuma ante la presencia de los mendigos alrededor de las iglesias a las que acuden las damas piadosas.

Conozco la turbulencia, la intolerancia, el egocentrismo, la vanidad, la obsesión, la cobardía, las frustraciones, el humor inflado por la ira y los pensamientos castigados por el cansancio de los escritores.

Sus obras son como cartas echadas por una vidente que me permiten ver más allá, mucho más allá de lo que los autores ven. Puedo entrar en sus complejos. Miro en su interior y veo el rebullir de la carne y de los deseos.

Creo, si no hay objeción, que voy creando un nuevo estilo literario.

Me refiero a la cédula sicológica.

Si no hay objeciones, ni enojos, doy por concluido el asunto. Y a otra cosa, mariposa.

Delfina Acosta
ABC COLOR, Asunción, Paraguay, 22 de Agosto de 2010

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