Honestidad bruta
Delfina Acosta

Es difícil ser presidente de un país. Para empezar, hay que ser inteligente, muy inteligente, y en eso de nacer inteligentes, muy inteligentes, nosotros no nos podemos hacer cargo de la mucha, poca o nula inteligencia con que hemos venido al mundo, por razones obvias. Compete a la herencia genética, a los genes, puntualmente, y a una intervención divina ( me parece ), la mucha, poca o nula inteligencia con que nazcamos. Nicanor no es inteligente. Ya está. Me juego esta columna en sostener que su inteligencia es mínima, opaca, chata y vaga. Eso sí, puede parecer inteligente para quienes no saben reconocer una característica elemental que define la inteligencia humana: capacidad para interpretar el bien y el mal. El es –definitivamente– uno más del montón que lo aplaude cuando discursea.

Obra mal, la mayoría de las veces, pues no conoce las muchas cualidades o atributos del bien. El bien es lo absoluto, lo perfecto, lo exacto, lo sano, lo que da al ser humano un potencial de trascendencia, coherencia, creatividad, concisión, discernimiento, amplitud, armonía, equilibrio y alegría.

Nicanor solamente sabe los renglones fáciles del bien que el vulgo conoce, y trata de poner en práctica, para mucho provecho suyo y escaso provecho comunitario. Obviedad: no está a su alcance la inteligencia necesaria para ubicarse al nivel del bien y sacar de él éxito personal. Se encuentra pues en la larga lista de individuos chatos, mediocres, grises, que solamente precisan poseer los pensamientos comunes y corrientes del montón para trabajar en una oficinita. Que no se me desanimen los mediocres, por favor. Se sabe que las personas mediocres son excelente compañía, finalmente, pues no dicen nada inquietante, no molestan con su simplicidad, no nos salen con ideas extrañas que ponen a prueba nuestra capacidad de razonar, despertando en nosotros la duda. Y eso, la duda, a la corta y a la larga, es un fastidio. ¡Qué pucha!

Para ser presidente hay que saber gobernar. Pero no solamente hay que saber gobernar a los demás, sino además hay que saber gobernarse. Y qué quieren que les diga. Me late nomás que Nicanor se descontrola demasiado en los últimos tiempos. Sus discursos, sus arengas, sus palabras dirigidas a las multitudes coloradas, y al pueblo paraguayo, dejan mucho que desear de su estado mental y anímico. No tiene necesidad de alzar tanto los brazos, de levantar en exceso la voz, de apelar a frases colmadas de impaciencia, en pleno discurso. No. Y mucho menos cuando lo que está diciendo no dice nada. ¿Me explico? Pululan muchísimos políticos, quienes mientras hablan, hablan, hablan, provocan una sensación de vacío. O de impaciencia. Los discursos no hay que darlos porque sí nomás. Hay que merecerlos. Repito: los discursos deben ser merecidos. Se debe tener carisma, pasado honrado y honesto, y acreditación de intelectual para dirigirse a las multitudes. ¡Caramba ! Con lo pobres que somos, que ya estamos, en el orden material, para qué y por qué permitir el empobrecimiento del ambiente intelectual escuchando una sarta de palabras vagas, erráticas, muchas de ellas consecuencia de un estado nervioso, de un tremendo enojo, o de un pico de presión alta. Todo lo que no aporta éxito al crecimiento económico e intelectual del país es un mero disparate. Cuando ya uno se ha convertido en un individuo que hace y dice disparates tras disparates únicamente, hay que mandarse a mudar, salir del escenario corriendo, reconocer el disparaterío propio y entregar la dirección de la “situación” a alguien probo, inteligente, honrado, sincero. Lastimosamente, el culto al disparate, tiene muchos seguidores en nuestro país. Ojo. Creo que cuanto dije no fue un disparate más.

Delfina Acosta
ABC COLOR, Asunción, Paraguay, 23 de abril 2007

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