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El observatorio

Hombres y sepelios
Delfina Acosta

Cuando vaya a morir me dará vergüenza mi entierro. Tan poca gente se presentará para dar sus saludos respetuosos a mis deudos.

Puede parecer de mal gusto lo que digo, pero creo que muchas personas se sentirán identificadas con mi expresión lastimera. ¿Por qué? Por lo siguiente: Cuando se ofician los funerales de una persona distinguida, que dio mucho de su talento y de su persona en beneficio de la sociedad, que fue nombrada y renombrada en los medios de prensa como referente de generaciones, suelo notar que son pocos los respetuosos, los dirigentes de gremios y de sindicatos, las autoridades de las instituciones, que hacen llegar su voz de homenaje o su presencia en tales actos.

Un discurso breve. Cinco o diez aplausos.

Nada más. Luego algún llanto por las esquinas del cementerio.    

Quienes deberían estar presentes en la despedida justifican un simple resfrío o un decaimiento como impedimento para hacer llegar sus pésames. 

Los medios de prensa, últimamente, reflejan la triste fotografía del sepelio de un ser notable o de un referente de los valores morales y artísticos, donde pueden apreciarse los rostros compungidos de no más de diez o quince personas. Son tan pocos los hombres y las mujeres que hacen acto de presencia en los funerales, diciendo adiós al ilustre individuo, al artista connotado, al hombre público, a la mujer defensora de los derechos de sus congéneres, al idealista apasionado, que ya partieron a mejor vida.

Cualquiera dirá, razonando con fría lógica, o, mejor, con saludable sentido común, que ya no le puede importar al muerto la indiferencia de la sociedad.

Y en eso tiene razón.

Mucha razón.

Pero queda la sociedad, queda el entorno del hombre de bien que ya partió, quedan los seres humanos disminuidos en su sentimiento afectivo. Surge entonces la pregunta de fuego: ¿Qué provecho puede tener el hacer tanto o demasiado por los demás, el esforzarse diariamente por mejorar el nivel de vida de los que están en situación de desventaja social, el desenvolverse dentro de las normas del bien, de la caridad, de los sentimientos altruistas, del amor perfeccionista al arte, si llegada la hora de la partida, una bofetada de egoísmo y frialdad, una ausencia, un vacío de las autoridades y de los personajes públicos, es todo cuanto se recibe?

Cuando murió Rubén Darío, el enorme, el gran poeta nicaragüense, se llevó a cabo un funeral que se vio colmado de millares de gentes que saludaron el paso a la inmortalidad del vate.    

Nuestra llegada al mundo es un accidente. Un golpe de fortuna. O una mala jugada del destino.    

Vivimos. Somos lo que los demás ven en nosotros. Nuestras buenas acciones sirven (o deberían servir) para ir moldeando un modelo de sociedad justa, libre de corrupción, abierta a las oportunidades del progreso.

Eso nos piden los hombres y las mujeres.    

Por una sociedad más justa, más sana y más digna, muchos excombatientes, numerosos escritores, cientos de individuos destacados en el campo de la medicina, dieron lo mejor de su tiempo, de su talento y de su honradez.

Pero ocurre que ellos mueren y solamente la indiferencia se hace presente ante sus tumbas.  

El comportamiento debe llevarse hasta las últimas consecuencias.    

Acompañemos a los ilustres en el viaje a su última morada.

Delfina Acosta
ABC COLOR, Asunción, Paraguay, 21 de setiembre de 2009

ABC COLOR

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