Gabriela Mistral
La luz sigue alumbrando
Delfina Acosta

Cuando nos ponemos en plan de lectura, hay un libro que es imposible pasar por alto. Me refiero a Tala. Es la tinta densa (toda la obra poética de la Mistral tiene mucha densidad) de la escritora chilena Gabriela Mistral la que permanece intacta a través de los tiempos. No importa cuántos nombres vayan surgiendo en su país, Chile, o en los países de latinoamérica.   
  
Se dice que su primer libro fue la Biblia. Cómo no creer, si en sus poesías están insertas reflexiones profundas sobre el misterio de la vida, de la muerte...   

Ella publicó en revistas y periódicos.   

La temprana difusión de sus obras hizo que fuera aceptada en el campo intelectual dominante, en un determinado lugar literario. Su cultura, sus rasgos morales, habrán sido, sin lugar a dudas, factores determinantes.   

Era una mujer austera. Vestía con simpleza.   

Leía a los clásicos rusos, y le decía, le recomendaba a Pablo Neruda, que los leyera. Esto lo digo porque lo leí en un libro, obviamente.   

Su obra está impregnada de desolación, de desnudez, de soledad, de privación. Y de muerte. Y de tristeza. Pero yo creo, que las obras de los grandes poetas, tienen una ligazón casi permanente con el páramo que —a veces— significa la existencia cuando la soledad entra en ellos.   

La invocación a la madre muerta es también la carta de su desconsuelo.   
 

¿Habrá tenido ella, Gabriela Mistral, vocación maternal?   

No lo sé. Pero cuántos hermosos versos dedicados a los niños hizo. Y cuántas recitaciones en los colegios y en las escuelas se deben a ellos. La poetisa se dio enteramente a esos versos, como deseando cubrir un vacío que le pesaba en el fondo del alma.   

Todo en su poesía es revelación. 


Y dolor.   

Es cierto que la Mistral es sólo para los lectores que quieren revisar a fondo su poesía, descubrir el hilo dorado de sus metáforas, y encontrar la realidad de su soledad que la empujaba a agotar la tinta en aquellos poemas que parecieran ser devorados por sí mismos.   

La consagración y difusión de sus obras literarias se abrió en Chile, pero también tocó países del exterior. Y esto se debe a que la autora pasó la mitad de su vida fuera de su país.   

En realidad, los poetas que “emigran” tienen abiertas las posibilidades de ver difundidos sus libros en el exterior.   

El dolor es predominante en el tema de la poetisa.   

¿Por qué?   

Ella dice que la muerte de su madre se le volvió “una larga y fría posada”.   

Hay un abanico de muertes en su existencia: la muerte del poeta José Asunción Silva, a quien dedicara un nocturno.   

Cada estación de la vida es una pasaje de reflexión y de privación.   

Los recuerdos amorosos de la poetisa son tristes. Se sabe de un empleado ferroviario, Romelio Ureta, hombre muy atractivo, con quien mantuvo un romance. Problemas económicos llevaron a su enamorado al suicidio. Y luego está la otra muerte, la más dolorosa, con su cargamento de espinas; me refiero a la muerte de su sobrino Yin Yin.   

Ella habría de pedir, cuando estaba en los Estados Unidos, muy enferma ya, que sus restos reposaran junto a los Yin Yin, allá en el valle de Elqui, en Monte Grande.

Balada de mi nombre

El nombre mío que he perdido,   
¿dónde vive, dónde prospera?   
Nombre de infancia, gota de leche,   
rama de mirto tan ligera.   

De no llevarme iba dichoso   
o de llevar mi adolescencia   
y con él ya no camino   
por campos y por praderas.   

Llanto mío no conoce   
y no la quemó mi salmuera;   
cabellos blancos no me ha visto,   
ni mi boca con acidia,   
y no me habla si me encuentra.   

Pero me cuentan que camina   
por las quiebras de mi montaña
tarde a la tarde silencioso   
y sin mi cuerpo y vuelto mi alma.   
Gabriela Mistral

Déjame ser

Deja llevarme mi última aventura.   
Déjame ser mi propio testimonio,   
y dar fe de mi propia   
desmemoria.   

Déjame diseñar mi último rostro,   
apretar en mi oído los pasos de la lluvia   
borrándome el adiós definitivo.   

Déjame naufragar asida   
a un paisaje, una nube,   
al vuelo humilde de un gorrión,   
a un brote renaciente,   
o siquiera al relámpago   
que abra en dos mi último cielo.   
   
Sujétame los brazos,   
engrilla mis tobillos,   
empareda mis párpados.   

Pero tatuada una flor en la pupila,   
crucificada un alba debajo de la frente,   
acurrucado un beso en la raíz de la lengua,   
déjame ser mi propio testimonio.   
Josefina Plá  

Delfina Acosta
ABC COLOR, Asunción, Paraguay, 3 de julio de 2010

ABC COLOR

 

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