Fuera yo perra
Delfina Acosta

Cuando era niña, muy niña, tenía yo una perra que se llamaba Laika, como aquella perrita callejera de Moscú, que fue enviada a la Luna, y ahora está, seguramente, con sus ojos abiertos, mirando fijamente las estrellas. Siempre he sentido amor hacia los animales, cual cualquier piba de siete u ocho años. ¿Cómo no quererlos, si nos hacen compañía, si nos dicen con su mirada blanda y húmeda, que están para defendernos con sus ladridos de quien toque el picaporte de la puerta?.

Hablar no necesitan, pues nos ponemos de acuerdo en todo con ellos. Estamos de acuerdo en que la vida es linda y triste a la vez, que los ratones no son buenas visitas, y que las oscuras noches son para ladrarlas, aunque sólo el ruido de las ramas en movimiento altere los nervios y provoque miedo.

Hay una gran comunidad de perros en las calles, agusanados ellos, pasando hambre y puntapiés. Hay tantas perras, que luego de parir, deben amamantar a sus crías, cual madres amorosas. Lánguidas e inofensivas, se rebuscan como pueden en los basurales. Deben estar fuertes para cuidar de sus cachorros aún niñitos, pero la gente, que se cree humana e inteligente, no ve su drama, y pasa lo más rápido posible ante ellas, para evitar contagiarse con su pena.

Fuera yo perra, y mirara a la gente, y dijera a las señoras de buen corazón, a las damas religiosas, que aquí estoy, con mis cinco cachorritos, y que el cansancio y el hambre de una semana sin comer me tienen al borde de la muerte.

Fuera yo perra y hablara con sabiduría, para que el mundo terminara de enterarse que también soy criatura de Dios.

Fuera yo perra y recordara al ser humano que la primera sabiduría del hombre es el temor a Dios, y que a Dios le importa -todavía- que alguien me converse y me lleve a su casa para aplicar mercurio cromo en las heridas de mis pantorrillas, mi vientre y mis ancas.

¿Por qué la gente no toma real conciencia del estado de orfandad en que se encuentran miles de perros callejeros?.

¿Por qué no tiene un gesto de caridad para aquellos animales, que tumbados en las veredas sienten que la vida se les escapa penosa, dolorosamente, a través de sus heridas y de sus ojos aguados?.

Y luego los místicos y los licenciados andan diciendo por allí cosas muy retequebonitas. Y se muestran solidarios con todos los hombres y las mujeres, y cantan o recitan su aversión contra quienes obran con ruindad. Ah.... los capulllos hediondos de la hipocresía.
¿De qué masa, de qué tipo de harina, de qué costado de cerdo estamos hechos los seres humanos, que no somos capaces de llevar a nuestras casas un cachorrito recién abandonado en la vía pública? .

Y luego, muy prontito, si nos enojamos con los de nuestra especie, si entramos en una violenta discusión con los de nuestra raza, damos un puñetazo contra la puerta y escupimos la frase “Cuanto más conozco a la gente más quiero a mi perro”. Macanas. Tan sólo macanas. Veleidad de veleidades. Eclesiastés es el libro de todos los libros que en el mundo han sido.

Recuerdo que la escritora Josefina Plá tenía -casi siempre- una veintena de gatos en su casa. Se le hizo costumbre a los vecinos tirar en su patio a los mininos desheredados. “Aquella se llama Maleva, la que está sentada sobre la mesa es Gitana y aquel comilón no tiene nombre”, me decía señalando a sus gatos. Ellos se lamían las patas y tramaban una noche de luna y tejados. Tomemos su ejemplo y no permitamos que el frío y el hambre se coman a las bestias. Tan buenos que son los perros, tan humanos que parecen. ¿Cómo dejarlos librados a su suerte, cómo no volver el rostro en dirección a ellos, bañados en aceite y asediados por las moscas? Son obra del Creador, como nosotros, pensantes y civilizados.
¿Por qué no compartimos su amistad en este planeta?.

Delfina Acosta
ABC COLOR, Asunción, Paraguay, 10 de setiembre de 2007

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