Final feliz 
Delfina Acosta

Siempre he renegado de los finales infelices. Cuando leía La historia del desdichado Werther, del gran Göethe, sabía que el final de las páginas del libro me depararía desánimo, tristeza inmerecida, pero seguía avanzando en la lectura, deseosa de aprender cómo escribir triste y mejor, o sea, cómo hacer buena escritura o tristeza impecable.

Echaron mi ánimo por la borda, aquellos clásicos de la literatura mundial como Madame Bovary, María, La dama de las camelias, Ana Karenina y otras obras que deben ser leídas sin rímel, pues te empastelan los ojos a medida que avanzas en las situaciones infelices del argumento. La literatura amorosa está llena de finales desgraciados.

La separación, el adiós y el colmo del sufrimiento se han cebado en las novelas de autores consagrados.

El sufrimiento es la constante en muchas películas de amor. Cuántas veces hemos salido de una sala de cine como si arrastráramos un estado gripal, ¿verdad? Pero ¿cómo es la vida diaria? Pues la vida diaria es mucho más saludable y armoniosa, y, obviamente, cotidiana.

Suelo observar, desde el ómnibus, a los jóvenes que, como lobos insaciables, se besan sin cesar en las veredas.

A medida que se devoran, más hambrientos están. El deseo desespera un rayo sin medida en sus cuerpos.

A ellos sólo les acontece el amor, ese barullo despojado de razón que recorre sus entrañas. Los encuentro alegres, bromistas y hasta tontos.

Conozco a muchas personas que se resisten a amar.

Se dicen que ya está bien, que es mejor nomás meterse en los cuarteles de invierno.

Se sacan de su boca el color sanguinolento de los lápices labiales y obsequian a sus amigas hermosas prendas de vestir que todavía guardan el aroma de los aerosoles para las axilas.

Se despojan de su piel y se gastan sobre el lecho durmiendo horas y horas. Toman el hábito de quedarse muy quietas, muy enroscadas, como si la vida les pasa a otras, pero no a ellas... Caramba.

¿No es esto buscar un final infeliz? ¿Por qué tomar tanto apego a la soledad, mientras afuera, la existencia todavía espera con los brazos abiertos y un silbido de copas?

Muy inteligentes son aquellas damas, que celebrando la edad que tienen (no importa cuánto), van por un poco de calor para su vientre.

Y qué bueno, de veras, es sentirse acompañada en el amor. Todavía más bello que cualquier cosa del mundo es saber que una lo va a ver, en media hora, en una hora, y que él se fijará detenidamente en algunos detalles de nuestra personita.

Alegría de las alegrías sentir sus manos grandes y tibias sobre nuestras manos, pronunciar algunas palabras, las más locas, clavar la mirada en su mirada, mostrarle una pestaña caída.

Estoy hablando de un final feliz de amor. Todos los días los amores deberían tener finales felices. ¿Por qué no?
Exponerse al amor es lo que vale la pena. Esconderse del amor es prudencia tonta.

Después de todo, ¿ qué se puede hacer frente al sentimiento más grande que el hombre y la mujer sienten sobre la faz de la Tierra?

Huir de ese sentimiento es huir, en definitiva, del sentido de la vida.

Cuántas mujeres, porque han sufrido dos o tres desilusiones sentimentales, se retiran, quejosas, del escenario amoroso. Y no saben (pero si supieran, cambiarían de actitud) que aún les queda mucho por dar de sí, y, además, bastante por recibir. Deberían dejar de tener miedo, caramba.

Yo sé, cualquiera sabe, que salir a la calle y encontrar un amor no es fácil.

Pero cuán difícil, cuán penosa, cuán gris es la existencia de una mujer que vive en su casa como en un internado. Qué monótona resulta ser la existencia de una dama vuelta toda timidez, todo silencio, todo desengaño.

Qué tristeza podrida, Jesucristo, sentarse en un sillón, respirar la soledad, y rendirse, sin dar batalla, a la vejez.

Delfina Acosta
ABC COLOR, Asunción, Paraguay, Lunes 20 de Agosto de 2007

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