Defensa del optimismo

Vean ustedes, amigos míos, despreocupados lectores, cómo la naturaleza nos enseña cosas que en los libros no es posible encontrar. Observe, amiga, con cuánta alegría, estando la lluvia recién caída, las rosas y las orquídeas levantan los colores de sus polleras al viento.

El optimismo es en las flores, como la calentura en las hogazas de pan. De la podredumbre de cuanto serpentea en el fondo de la tierra se alimentan las raicillas y las pelusas de las violetas, las margaritas, las magnolias, los crisantemos y los jazmines. Recreación para los sentidos son, con su tallado artístico y su aroma, aquellas perfectas criaturas.

Ha de saber el hombre que la naturaleza es sabia. De aquella tierra mohosa, donde echaron una osamenta, surgen, cuchicheadoras, las margaritas de la ilusión, las flores del jardín de los jardines. Ellas se repiten en los millares de cuadros y pinturas que adornan salas y comedores.

De la podredumbre se alimenta la vida salvaje. El costado muerto de la existencia, aviva, afanoso, el costado vital de la creación divina.

El recuerdo memorable de nuestros ilustres muertos llena de coraje y de exclamaciones los discursos de los hombres y de las mujeres idealistas.

Las palabras quejumbrosas de los inútiles y desalentados nos impacientan y avergüenzan. Nuestro lenguaje justifica nuestro intelecto a través de un mensaje apasionado y lleno de fe.

Nosotros, seres humanos inteligentes, no escuchamos los términos derrotistas, las expresiones de mal agüero de los demás. Por ley y por razón celebramos las buenas cosas que también están a la vista en el mundo.
El lenguaje mueve al universo.

Las palabras alentadoras levantan el vuelo de las palomas y hacen brillar la esperanza en los ojos del pueblo.
Ningún discurso derrotista convoca a más de seis personas y un perro. Mas un discurso optimista, moviliza la voluntad de las gentes capaces y hábiles, predisponiéndolas a hacer cuanto esté a su alcance para traer aires buenos a la sociedad.

Ah..., recuerdo los días en que aparecía por mi casa la vecina de nuestra empleada doméstica para echar chismes sobre la salud del vecindario. Era yo muy pequeña, mas fijo está en mi mente su rostro cretino. “Pero si está muy mal, doña Clara. Se le fue la salud. Cómo me quebranta mi hija; se está enamorando de un hombre... Ña Clotilde anda con artrosis; a lo mejor se muere dentro de cuatro días. Pobre, pobre, pobre. ¿Quién murió en estos días? ¿Y vos, cómo andás? ¿Mal, verdad? Ay, este pueblo es un baño de lágrimas, Adolfina”, decía. De postre, comentaba que iría a visitar los panteones de algunas familias donde las visitas sólo caían en el día de todos los muertos. Cuando la vecina se mandaba a mudar, Adolfina se echaba a reír. La vida era para ella la salud del instante, el programa del sábado a la noche, la música en el dial de la radio a pilas. Yo ponderaba en su carácter un no sé qué, y ese no sé qué era estar alegre porque sí, contenta por no caer en la infección de la amargura, feliz por cambiar siempre de novios. Amiga lectora: ¿conoce a alguien que al hablar espanta a sus amigos?

De la amargura de los demás, del odioso plagueo que escuchamos por aquí y por allá, algunos (no todos) caemos en la urgencia de ser positivos. La persona positiva genera en su entorno ánimo. Y es ánimo lo que todos buscamos en los tiempos que corren para sortear las dificultades presentadas a diario.
Quienes vencieron al mundo, han tenido, además de talento e inteligencia, voluntad para llevar a cabo sus ideas. Y esa voluntad ha sido sostenida por un sentimiento cálido, triunfalista, heroico, que no pestañeó una sola vez.

De los pesimistas aprendemos todo cuanto no debemos hacer si queremos triunfar en la vida.

Delfina Acosta
ABC COLOR, Asunción, Paraguay, 24 de Septiembre de 2007

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