Caritas sucias
Delfina Acosta

No quiero yo intentar despertar en la conciencia del lector lástima por los indígenas. ¡Dios me libre! La lástima es un sentimiento que lleva en sí una suerte de enfermedad. Sí; es cierto que ellos llevan una existencia miserable, que están llenos de parásitos, que pasan hambre todos los días, que se enferman de tuberculosis tempranamente, y que no son dueños ya de nada.

Particularmente, creo que desde hace mucho tiempo, nosotros, como sociedad, no funcionamos como deberíamos funcionar. Y eso es más que lamentable. Es alarmante, diría.

La sociedad no funciona a través del Ministerio de Salud.

¿Qué pasa con los centros públicos de salud? No asisten a los indígenas, enfermos (a la vista) de desnutrición.

Se sabe que sus pies tienen racimos de piques en cada dedo.

Bien podrían ellos sacarse los piques, caramba, pero esa pequeña cirugía no soluciona todos sus males.

La conciencia de la sociedad está muy enferma, pues permite, a través de su indiferencia, excesiva miseria humana abandonada en la plaza.

¿Por qué no se encaminan con urgencia, programas de salud y nutrición, para ofrecer dignas condiciones de vida a nuestros hermanos aborígenes? ¿Por qué no se los enseña a cultivar?

Este es el primer mandamiento: ¡Cultivar la tierra!

Si todo el esfuerzo para conseguir víveres, medicamentos y tierra para ellos pasa por papeles y más papeles, pues rompamos con la burocracia, que lo parió, y gritemos públicamente (o sea, en los oídos de los gobernantes) la necesidad imperiosa de asistir a los indígenas. Anteayer fue ya tarde. En realidad, hace 515 años que estamos en deuda con ellos.

Cierto que son como son. Pertenecen a la selva, a la profundidad de los montes; están acostumbrados a convivir con la naturaleza en su infinita sabiduría. En suma: Vienen de otras costumbres, de otros códigos, de una cultura distinta, y no encajan, por supuesto, en nuestro pequeño cuadrilátero urbano. Pero qué bueno, santo Dios, sería que se les ofrezcan los instrumentos necesarios para que manifiesten sus cualidades artísticas y manuales en las muchas cosas que saben hacer. ¿Qué, por ejemplo? Pues la artesanía.

Me pregunto, a veces, dónde está nuestra conciencia cristiana. Ella no despierta, airada, frente a la grosera indiferencia del Gobierno, que siempre da la espalda a los hijos del dolor, de la desesperanza y de la desgracia. Sé muy bien, como lo sabe toda la gente, que los políticos han estado más que a menudo en el relajo permanente (vivir de la política, por ejemplo).
No han hecho presencia, sino en forma mínima, donde hay necesidades apremiantes. Ahora que corren los tiempos electorales, son varios los politiqueros que se acercan a los indígenas para hacer un poco de prensa y levantar votos.

Cuánto dinero sucio va a parar en las campañas electorales del oficialismo que promete (o sea miente) salud, educación y trabajo.

A mí me duele observar las caritas sucias de los niños indígenas. Ay!, verlos jugar con los perros, abandonados a un futuro sin futuro, es demasiada aflicción para el alma. No les aflige a los politiqueros los rostros de esos inocentes, sin embargo. Ellos sólo están empeñados en llegar, a como dé lugar, a sus cargos. Se apuran con alzarse con un sueldo que les permita vivir en la mayor de las comodidades por el resto de su existencia.

De los indígenas era la tierra, la naturaleza salvaje con su ruido de colores, los animales silvestres, las limpias aguas de los arroyos y de los ríos. De ellos era la flor, la hierba, las aves y el canto. Hasta que vino Colón, el visionario. Y luego, más recientemente, mejor dicho ahora, vino un Gobierno ladrón. Vea usted hasta dónde han sido devorados nuestros hermanos indígenas.

Delfina Acosta
ABC COLOR, Asunción, Paraguay, 22 de octubre de 2007

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