El cambio real
Delfina Acosta

Se habla mucho y mal del cambio. La gente, con el ceño fruncido y la mirada gastada, dice en las despensas, en las reuniones, en los lugares de trabajo, expresiones de esta naturaleza: “Esto no puede seguir así. Las cosas tienen que cambiar. Todo está mal. Los gobernantes son unos corruptos de mierda”.

“Sí; cierto, cierto; se necesita un cambio, vamos de mal en peor”, reflexiona alguien.

El caso es que el paraguayo se rompe la cabeza con este pensamiento: “El país debe cambiar”. Le tengo malas noticias, señor lector: Los políticos, aun aquellos que son movilizados por la más buena voluntad y la espontaneidad más optimista de servir al pueblo, se verán con enormes dificultades para cumplir sus promesas.

¿Cómo modificar el estado económico, social y educativo de un país, cuando los hombres y mujeres designados para trabajar en cargos o dignidades de urgencia, pecan de corruptos o de ignorancia suprema? Hay una incompetencia abrumadora en el Ministerio de Salud y en el ministerio de educación. Pocos son quienes están listos y buenos para todo.

Cualquier presidenciable, aun el de probada buena fe, no sabrá cómo diablos poner en marcha el tan buscado progreso para el pueblo. ¿Es posible echar a andar un plan importante, si la falta de jurisdicción y la corrupción flamean en todos los espacios públicos?
Por eso es preciso que usted, señor lector, cambie. Si las gentes cambian, si se manifiestan contra el Gobierno, reclamando mejor servicio en los centros de salud y excelente educación para el estudiantado, la situación será distinta por efecto matemático.

Pero si ustedes, hermanos míos, no adoptan una postura radical, si se abastecen solamente con el plagueo diario, si no terminan de enterarse que con su indiferencia a los males sociales están permitiendo que la economía en el Paraguay sea un desastre, olvídense del cambio.

El cambio es usted mismo. Debe dejar de ser sumiso y apático. Precisa desear fervientemente el bienestar suyo y el de los demás. Necesita reaccionar con energía contra los hechos delictivos con que nos aporrean los gobernantes. Tome ejemplo, lector, de los argentinos, de los venezolanos, de los bolivianos, quienes pelean a morir por sus derechos. Ya es una tradición, algo folclórico, un vicio como el tereré, que los paraguayos se quejen del estado calamitoso de nuestro país, puertas para adentro. ¡Por favor!

Cuando se hace un llamado público a manifestarse contra los corruptos, son muy pocas las personas que dejan sus casas y marchan al frente.

Y luego todos nos quejamos. El !ay! ya se ha convertido en una costra de nuestro corazón. Ponderamos lo sufrido, dolido y estoico que es el pueblo paraguayo. Pamplinas.

A mí me da bronca observar a algunos pocos manifestantes pronunciándose contra los ilícitos que comete el Gobierno. ¿Y? ¿En qué quedamos, entonces?

Hombres y mujeres deben estar en las calles exigiendo que se revise los tratados de Itaipú y Yacyretá. Urge arrancar de cuajo nuestra falta de patriotismo.

En tanto no nos avivemos y no tomemos una postura inflexible contra el Gobierno, no pasará absolutamente nada. Y nada es nada. Desde luego, qué mejora pública puede darse cuando el pueblo, libre y soberano, se queda sentado sobre un sillón, sonándose las narices como una comadre. Con su plagueo en el comedor de la casa, el pueblo se va quedando a un costado del tiempo, de la vida, del futuro.

Le doy un consejo: No se queje. ¡Reaccione! ¡Actúe!

Delfina Acosta
ABC COLOR, Asunción, Paraguay, 10 de diciembre de 2007

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