Amóntema
Delfina Acosta

La sociedad pide jubilación para las amas de casa y para las empleadas domésticas. Es justo. Pero, por otra parte, son escasas las empleadas domésticas que se jubilan debido a la inestabilidad laboral y el bajo salario percibido. Años atrás se las llamaba sirvientas. Los tiempos han cambiado, pero ellas, aunque ya no son llamadas sirvientas, cubren, de hecho, el servicio doméstico de la casa. Y tal servicio, en muchos casos, genera esfuerzo, sudor, cansancio y mal humor. ¿Por qué? Pues porque hay pesados muebles que deben ser movidos de aquí para allá con la intención de acabar con grillos, ratas, telarañas y polvo. Su vida es un eterno círculo. No tienen más futuro que la realidad de la leche hirviendo en el fuego.

Al comenzar la mañana, ya están plancha que te plancha, lava que te lava. Es común que la tercera edad las sorprenda con los dedos parecidos a ramas torcidas. ¡Duele mucho la artritis!

Hay amas de casa que son extraordinarias.
Pero sé de algunas, sobrepasadas de ansiedad y labores en la oficina, que tiran la casa encima de la “muchacha”.

Existen muchísimas, tantas, patronas que saben medir las posibilidades de trabajo de las empleadas. Dentro de esas posibilidades concedidas se presentan las oportunidades de distracción para ellas. Poseen tiempo para leer, para ver sus programas favoritos en la televisión y para salir a pasear.

Mas hay otras limpiadoras, o como se quiera llamarlas, quienes deben soportar el mal humor del patrón y de los hijos exigentes. Se van volviendo, día tras día, jorobadas, amargadas y enfermas, bajo el peso de los insultos.

En mi hogar teníamos una especie de ama de llaves llamada Adolfina. Mi madre fue también la madre, por así decirlo, de sus cuatro hijos. Yo la amaba. Me preparaba el desayuno y la merienda, me ponía toda blanca para ir al colegio, y me peinaba el cabello con religiosidad, buscando piojos. No era la sirvienta. Era Adolfina, o simplemente Ina. Sé que en el Paraguay los términos laborales están -todavía- improvisados. Pienso en las empleaditas. Ellas se ponen melancólicas porque están lejos de su terruño; deben contentarse con escuchar una música romanticona en la radio. Querrían tener un romance, un amigo de la vecindad, alguien para quien estar bonitas y empolvadas. Desean un hombre a quien besar en la boca bajo el arco de la Luna. “Nada de noviecitos, che”, es -a veces- la advertencia. Como ya había manifestado en el inicio de mi comentario, existen patronas formidables. Pero qué decir de las otras, que hacen levantar de la cama, resfriadas o enfermas de tos, a las empleaditas. “Debe servirse la mesa y hay una pila de platos sucios, caramba”, suena la orden. Es triste, en muchas situaciones, el panorama de estas mujeres. Pasan su existencia condenadas a barrer la vereda de la mansión o vivienda. La repetición de las tareas las vuelve, sin querer, autómatas. Mucho baño que limpiar a fondo para eliminar las bacterias. Mucho horario que cumplir de modo que el desayuno esté listo a las siete de la mañana. Y luego, la juventud que se va, porque los veinte años no se detienen hasta llegar a los treinta, a los cuarenta, a los cincuenta.

Entonces empiezan a perder los dientes, la alegría se queda a un lado del caramelo, se les borra el rostro; no son útiles para otra cosa que no sea barrer, cocinar, lavar, planchar ropas. Alguna habilidad de poca remuneración económica las salva. Cuando la vejez cae sobre ellas, no poseen más recuerdos que una mesa con las mismas verduras y las mismas frutas. De por ahí, les viene a la memoria la figura de un hombre moreno y fumador, que las aguardaba en la esquina. “Pero yo solo te quiero besar”, le decía él. Y ella le respondía, angustiada “Ña Marina me va a pillar. Me prohíbe que tenga novio. Y si me pilla, amóntema”.

Delfina Acosta
ABC COLOR, Asunción, Paraguay, 1 de octubre de 2007

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