A favor de los poetas
Delfina Acosta

El escritor polaco Witold Gombrowicz ha escrito un libro llamado Contra los poetas. El texto lleva dos títulos, que son: Contra la poesía (1947) y Contra los poetas (1951). La obra viaja por Internet.

No puede resultar -de ninguna manera- extraño que la gente se largue con un pliego de párrafos (o una frase despectiva) contra los creadores de los versos.

Desde el inicio de la literatura los poetas hemos sido perseguidos.


En el genial libro Don Quijote se da fe y constancia de que los poetas tienen la verbalidad contagiosa y que es bueno mantenerse a distancia prudente de ellos. Dicho en términos simples, en la obra de Miguel de Cervantes se nos acusa de locos; debemos defendernos como podamos; ese es el asunto.

En todos los tiempos se ha cuestionado la presencia de los vates en el mundo; las sociedades burguesas han discriminado a ese ser humano que no aporta a las reuniones de dispersión y coqueteo sino un trato melancólico y una conducta retraída.

El poeta ha nacido con una capacidad diferente para llevar al arte la realidad de la muerte, la guerra, la injusticia, el maltrato a los débiles y desprotegidos, el dolor y el amor.

Los filósofos, los teólogos, los artistas plásticos, los tenores, los pianistas, los novelistas, los licenciados tienen un lugar en la sociedad. Así puede leerse en sus tarjetas: “Doctor Juan Contreras. Especialista en terapia grupal”.


Hay ubicaciones selectas en las butacas para ellos. Para los poetas, de oficio abstracto, seres sin tarjetas de presentación, no. El conserje los detiene en la puerta. Les dice que no son bienvenidos.

¿Cómo puedes vivir de la poesía?

Pero el poeta insiste. Y la gente también insiste: ¿Qué haces tú? ¿Cómo puedes vivir de la poesía? Y hay quien te dice, como si no terminara de entender qué diablos has hecho con tu existencia y con el buen pasar que anteriormente poseías: “¿Es cierto que ahora te dedicas a escribir poesía?”.

La gente rumorea: “Fíjate, Juan; anoche llegó a casa un tipo de lo más enredado, de apellido Molinas Cabrera. Desde lejos se notaba que era un poeta, pues tenía la mirada de aquellos individuos que levantan de golpe sus ojos del tránsito de las hormigas en el suelo para atender un reclamo de arriba. Me entregó su libro, que no pienso leer ni loco. Hay de todo en la viña del Señor, ¿no te parece?”.
Y así, hablando pestes de nosotros, espantando nuestros nombres, queriendo saber qué diablos hacemos dentro de una sociedad que necesita respuestas urgentes, las gentes intentan cortar nuestras manos. Yo creo que, aun tullidos, seguiremos versificando y poniendo un acento de aroma a las rosas, y un relámpago de luz celeste al horizonte, pues nuestro reino no es de este mundo.

Burlas

Se burlan a nuestras espaldas, pero cuando leemos nuestros poemas amorosos, algún enamorado, sentado en la última fila de una biblioteca pública (y junto a la ventana abierta al jardín donde una paloma aletea), piensa durante un momento en el rostro de su amada, y se convence de que el amor le ha traído de vuelta a la vida.

No escribimos sino lo que somos, o sea, una ligera brisa, una sombra vagando por los corredores de la conciencia del mundo, un intento por ser otra razón que no sea la razón de la matemática y el cálculo exacto del valor de la última joya de la familia que agiganta la riqueza del usurero.

Nuestro placer está en construir la forma de los endecasílabos.

Nuestro triunfo despliega sus alas de pavo real cuando trazamos una carta, una epístola, un soneto, donde contamos nuestra historia de seres que hemos venido al mundo sin saber que luego creceríamos y escribiríamos y provocaríamos tanto escozor, tanta molestia en algunos individuos empeñados en elaborar sus ensayos sobre la no importancia de nuestra existencia.

Tanta escritura con aliento a odio lleva la firma y rúbrica de la gente que cree hacer justicia pidiendo nuestra muerte en vida.

Conozco dos poetas geniales: El mexicano Humberto Garza y el uruguayo Mario Benedetti.

Delfina Acosta
ABC COLOR, Asunción, Paraguay, 19 de octubre de 2008

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