Amigos protectores de Letras-Uruguay

Una mirada a los hechos del 6 y 7 de noviembre de 1985

La máscara del Holocausto
por Héctor Abad Faciolince

Análisis de los hechos del Palacio de Justicia a partir del libro ‘El Palacio sin máscara’, de Germán Castro Caycedo

“Lo que hubo allí fue una operación de exterminio, de aniquilamiento, con muy pocas intenciones de querer proteger a los rehenes que estaban en manos de los guerrilleros”.                                                                                Foto: Archivo

He leído este libro devastador con la inocencia de un ignorante y casi con la ingenuidad de un extranjero. Llegué a él sin saber casi nada sobre el Holocausto del Palacio de Justicia, primero porque en ese momento, en noviembre de 1985, yo estudiaba en Turín y solamente me interesaba la literatura, y segundo, porque no conocía a ninguno de los implicados en esa tragedia, ni entre los guerrilleros del M-19, ni entre los militares, ni entre los magistrados, ni entre todos los demás rehenes.

El egoísmo humano nos lleva muchas veces a juzgar de manera sesgada cuando alguno de los implicados está cerca de nuestra vesícula biliar (por animadversión) o de nuestro corazón (por afecto). A juzgar bien o mal, o a no interesarnos mucho, por esa indiferencia frente al dolor humano ajeno que tantas veces sufrimos en la vida. Esos hechos dramáticos siempre me parecieron un capítulo más en la oscura tragedia de este país, pero nunca me ocupé de ellos ni como persona, ni como periodista, ni como escritor. Repito, entonces, que mi lectura de este libro ha sido ingenua, y que nunca antes había tomado partido por ninguna versión de los hechos de aquellos dos días desastrosos para la historia de Colombia.

Germán Castro Caycedo ha hecho un libro muy particular, sui géneris, pues él prácticamente se ha borrado como autor. Aquí no oímos la voz del gran periodista y reportero que es, pues en El Palacio sin máscara, Germán les ha cedido la palabra a otras voces. Su trabajo ha sido el de un lector cuidadoso, y el resultado son trozos intercalados de esa lectura exhaustiva y seguramente larguísima de innumerables declaraciones, documentos, grabaciones, papeles de juzgados, acusaciones de fiscales, testimonios de oficiales y de soldados, de familiares, conclusiones de jueces, procuradores, comisiones y tribunales de la verdad. Este es un libro hecho todo de citas y de palabras puestas entre comillas. No vayan a pensar, por esto, que se van a aburrir como quien lee un expediente. Lo que ha hecho Castro Caycedo es podar la información de todo el ruido, de toda la basurita que siempre se deposita en un largo expediente, y depuradas las palabras del lenguaje legal, entregar como resultado un acopio de citas que pueden leerse con el interés de una novela. Para esto se ha valido, además, del arte del montaje cinematográfico, y el rostro nítido de la historia va emergiendo poco a poco, como ocurre con los trazos simples que se añaden a un dibujo, hasta que va apareciendo una figura compleja. El periodista, basado en estas citas textuales, deja ver la verdad.

Y la verdad que emerge, al menos para este lector ingenuo que soy yo, es una verdad terrible: ante una acción demencial, irresponsable y sangrienta de un grupo guerrillero (el que desencadena la tragedia), el Estado no reacciona como uno se esperaría si viviera en un régimen democrático que ama defender los derechos más elementales, empezando por el derecho a la vida. Las fuerzas militares, de hecho, se toman por un par de días el poder y actúan con una impiedad y una violencia, con una saña y una falta de compasión, con tan desmedido uso de la fuerza, que dejan la sensación de que lo que hubo allí fue una operación de exterminio, de aniquilamiento, con muy pocas intenciones de querer proteger a los rehenes que estaban en manos de los guerrilleros.

El libro de Germán Castro narra esos dos días terribles mediante transcripciones que corresponden a la cronología de los hechos. Copia, por ejemplo, las conversaciones grabadas entre los militares que estaban al mando, tomadas de transmisiones radiales. Copia las declaraciones de los testigos. Copia las conclusiones de jueces y fiscales. Rescata los análisis de algunos comentaristas ilustres y muy bien informados. Y de cada paso en el operativo militar, la conclusión que sacamos es que en estos tristes hechos se confundió el rescate con el aniquilamiento, y no sólo de los secuestradores (con quienes los militares estaban justamente resentidos, y con muchas ansias de revancha), sino también de los civiles, pues el exterminio acabó siendo no sólo de los integrantes del comando, sino también de los rehenes. Con tal de resolver y ganar rápidamente la batalla, o la retoma, como se la llamó, se arrasa con decenas de seres vivos, casi cien, incluyendo entre ellos, en su mayoría, a personas completamente inocentes.

No sólo inocentes, también virtuosas y valiosas. Cuántos años de estudios y desvelos, cuántos años de trabajo serio e independiente se requieren para formar un magistrado de la Corte Suprema. En el Holocausto se truncó la vida de algunos de los juristas más ilustres del país, y de sus ayudantes, que estaban destinados a reemplazarlos algún día. Defender la democracia, maestros, no puede ser arrasar, cañonear, incendiar y destrozar uno de sus tres pilares, calcinar uno de sus templos, con la única excusa de que dentro de él se han parapetado, como un virus maligno, unos guerrilleros enfermos de delirios mesiánicos.

Para cargar con ellos, se cargó también con los primeros jueces del país. Esto es como si al principio de una pestilencia, los médicos, en lugar de intentar salvar a los pacientes, ordenaran matar a todos los enfermos para que no puedan contagiar a nadie. Como si el repelente para matar mosquitos envenenara también a las personas a las que se busca evitarles la picadura.

Por supuesto que también salieron muchas personas vivas del Palacio de Justicia. 96 murieron, incluyendo más de veinte guerrilleros, y entre doscientas y trescientas se salvaron. Pero lo más grave es que entre algunas de las personas que salieron con vida —supuestamente salvadas— también hubo torturados, vejados, rematados con tiros de gracia y desaparecidos. Fuera de la retoma sangrienta, sin ninguna misericordia por los rehenes que clamaban por un cese al fuego, ya afuera del Palacio también ocurrieron (según se desprende de lo que se puede leer en este libro) actos inhumanos, al principio en el Museo del Florero y después en varias guarniciones militares.

Lo ocurrido con el poder civil, según lo pudo reconstruir Germán Castro a través de citas y testimonios, tampoco es menos alarmante. Las Fuerzas Militares no se tomaron solamente el Palacio de Justicia, sino que se tomaron también el Palacio de Nariño, dejando al Presidente muchas veces aislado de la situación, casi como un rehén más, sin acceso a las personas que querían hablar con él, sin que le obedecieran a cabalidad las pocas órdenes que alcanzó a impartir, dándole informaciones parciales que hablaban de la salvación de los rehenes, cuando en realidad no se estaba haciendo nada o casi nada por protegerlos, con tal de resolver rápidamente la batalla.

Siempre he sentido por el presidente Betancur simpatía y respeto. Sé que de él nunca saldría la orden de torturar, rematar o desaparecer. Pero cometió un pecado de omisión, o al menos de carácter: dejó en las manos de los militares la resolución de un problema que pudo haber tenido un desenlace muy distinto por la vía del diálogo civil. Y si no del diálogo, por la vía del cansancio. No había semejante afán para entrar con tanques, disparar, cañonear.

No hablo de la claudicación del Derecho ni el sometimiento de las instituciones, pero sí del diálogo inteligente con los insurgentes, dejando tiempo al cansancio natural, que podría haber llevado a un desenlace menos trágico en términos de vidas humanas. Este libro deja la impresión de que esto era lo que menos querían los militares, temerosos de que el M-19 pudiera sacar así fuera una salida no digamos digna, sino incluso indigna del Palacio. No los querían rendidos, los querían muertos. Y en parte, también hay que decirlo, tampoco los guerrilleros se querían rendir, querían hacerse matar.

Este libro nos debería servir de ejemplo, de memoria y testimonio de lo que puede ocurrir cuando se pasa por encima, sin ninguna compasión, de las razones humanitarias que deben llevar a un Estado a ser flexible cuando está en riesgo la vida de ciudadanos inocentes, así sea a partir de la culpa de un grupo armado que usa las armas inadmisibles del secuestro y el terror. En el Palacio de Justicia se ensayó la fórmula por la que tantas veces han optado los gobiernos colombianos: la fuerza desmedida, el uso a discreción, indiscriminado, de las armas.

“¡Somos magistrados y rehenes en trance de muerte, que cese el fuego!”, gritaba Alfonso Reyes Echandía, el presidente de la Corte Suprema de Justicia, clamando angustioso por una solución. No fue escuchado, el fuego no cesó. Hoy en día en Colombia también hay rehenes en trance de muerte; hoy en día también la Corte Suprema de Justicia es vista con desconfianza y antipatía por la forma valerosa en que adelanta investigaciones sobre complicidades inadmisibles de congresistas del país. La lectura de El Palacio sin máscara, un luto del pasado, nos lleva a pensar en muchos posibles lutos del presente, si la historia se repite, si se deja todo en manos de la solución militar.

Con lo que en este libro se cuenta, con testimonios de gran valor como los de Elvira Sánchez-Blake (que explica de qué modo los militares aislaron al Presidente de la República), o como el del ex procurador y fiscal Alfonso Gómez Méndez, que hace un repaso muy convincente e informado de todo lo ocurrido, se concluye que la democracia no se salvó, sino que se debilitó aún más con los hechos ocurridos el 6 y el 7 de noviembre de 1985.

Con la supuesta intención de salvar la democracia se violaron los más elementales principios democráticos y se le cedió todo el poder a la fuerza bruta, que es la negación de cualquier derecho. No se nos puede olvidar que en una democracia íntegra la protección de la vida de los ciudadanos incluye también la protección de la vida de los terroristas y guerrilleros. No digo que no se les pueda disparar, si están disparando, pero no se los puede matar cuando están rendidos e indefensos. Mucho menos torturar, rematar y desaparecer. Según los testimonios del libro, esto ocurrió en Colombia, en aquellos dos días, y con el silencio cómplice de la inmensa mayoría de los ciudadanos, incluyéndome a mí, que en ese tiempo pensaba solamente en la literatura.

Una reconstrucción periodística, en todo caso, no es una sentencia de la justicia, aunque aquí se citen conclusiones de algunos jueces. En este libro se abren muchos interrogantes, otros se cierran, pero quedan también en el aire muchas incógnitas por resolver. La contraparte debe hablar y desmentir, si tiene argumentos.

Es lamentable que haya pasado tanto tiempo, más de veinte años, para que apenas en los últimos meses se haya llegado a algunas conclusiones y a sentencias que condenan a la Nación. Los veinte mil muertos de Armero, el hecho de que el presidente Betancur, una figura respetada, se hubiera echado sobre los hombros una responsabilidad que no era suya completamente, puede explicar muchos silencios y omisiones. Si él hubiera admitido, como al parecer ocurrió, que durante dos días dejó de ser el verdadero comandante de las Fuerzas Armadas, se pudo haber hecho más por esclarecer lo ocurrido, y se debió seguir un camino distinto.

Entre los veinte mil muertos de Armero y los cientos de tragedias que siguieron en los años siguientes, el país fue olvidando el Holocausto del Palacio de Justicia y el terrible sacrificio de decenas de víctimas inocentes, entre ellas algunas de las mejores mentes de dos generaciones de abogados.

Lo más trágico en este país de tragedias recurrentes, es que la catástrofe consecutiva sepulta en el olvido la tragedia anterior y la entierra cada vez más hondo. Este libro, al menos por un momento, desentierra ese olvido y nos vuelve a mostrar la cara verdadera del círculo vicioso de nuestra violencia. Los alzados en armas cometen un crimen intolerable, pero ese crimen no se combate con las reglas de la democracia y la ley, sino con un uso indiscriminado de la fuerza que nos hace borrar las diferencias entre agresores y agredidos. Nunca seremos dignos de respeto si nos portamos igual que los delincuentes.

Hoy el país enfrenta problemas parecidos. Quienes piden una solución dialogada, no para ceder a la guerrilla, sino para salvar las vidas de los rehenes, son vistos como antipatriotas aliados de la subversión. Los magistrados tenidos como rehenes en los baños y en las oficinas del Palacio de Justicia, se asomaban a las ventanas y gritaban hacia donde estaba apostada la Fuerza Pública: “No disparen, somos magistrados, somos rehenes”. La respuesta fue no permitir el ingreso del enviado de la Cruz Roja, autorizado por el Presidente, y al mismo tiempo disparar los fusiles, los cañones y las bombas incendiarias.

En efecto, tras dos días de duros combates, en los que murieron con mucho valor algunos militares, el Palacio de Justicia fue retomado, entre un montón de cadáveres calcinados de guerrilleros y de secuestrados. Los militares estaban satisfechos. No creo que el país lo debería estar. Quizá el mejor resumen de todo esto sea una caricatura negra y genial, publicada en un diario de Bogotá, y citada en este libro negro y luminoso de Germán Castro Caycedo. Se ve un montón de escombros humeantes y al lado un militar. El militar comenta: “Aquí estoy, maestro, defendiendo las cenizas de la democracia”.

“Un suboficial se robó un bebé”: Germán Castro

“El Palacio sin máscara es un libro eminentemente documental porque hay miles de miles de páginas de folios de juzgados, de Procuraduría, del Tribunal Especial de Instrucción Criminal, los juzgados penales, la Comisión de la Verdad, el Consejo de Estado y especialmente la Fiscalía General de la Nación. Lo que hice fue transcribir lo que le dijeron a los jueces. Todos los documentos están aquí en Bogotá. Esta no es la verdad absoluta, pero es una aproximación a lo que ocurrió. Por ejemplo, para mí la persona más indefensa que podría haber allá fue una ayudante de la cocina. Ella tenía siete meses de embarazo. La subieron a un camión militar y dio a luz en él. Un suboficial le robó el bebé, luego en la Escuela de Caballería, aún en los dolores del posparto, la hacen saltar del vehículo y la llevan caminando hasta las pesebreras y en ellas, la matan en la tortura”.

por Héctor Abad Faciolince
Originalmente en El Espectador (Colombia) - 17 Mayo 2008
http://www.elespectador.com/ 
Autorizado por el autor

Ir a índice de América

Ir a índice de Abad Faciolince, Héctor 

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio